Didaskalia: 2013

martes, 31 de diciembre de 2013

Cincuenta sombras de Blake (2). La imagen de la justicia divina

“La letra mata, mas el Espíritu vivifica”. Pablo de Tarso, Segunda Epístola a los Corintios.

Autor. Kathleen Raine
Título. Ocho ensayos sobre William
Blake
Editorial. Atalanta
Año. 2013
Nº de páginas. 270
Traductora. Carla Carmona
Es conocida la aversión de Platón por las artes visuales, y quizá sea importante traer sus palabras a colación para el tema que nos ocupa:

“El arte mimético está sin duda lejos de la verdad, según parece; y por eso produce todas las cosas pero toca apenas un poco de cada una, y este poco es una imagen. Por ejemplo, el pintor retratará a un zapatero, a un carpintero y a todos los demás artesanos, aunque no tenga ninguna experiencia en estas artes. No obstante, si es un buen pintor, al retratar a un carpintero y mostrar su cuadro de lejos, engañará a niños y hombres insensatos, haciéndoles creer que es un carpintero de verdad” (1).

El motivo por el que extraigo esta cita es porque Blake es, de algún modo, un platónico, al menos en cuanto a la importancia de la idea en todas sus pinturas. Creo que es imposible entender a Blake sin hacer mención a su pintura y a la imperiosa necesidad con la que esta aparece entre sus versos. Es igualmente imposible decir qué fue primero en él, si la palabra o la imagen. Tan sólo unos pocos de sus poemas no contaron con esas famosas ilustraciones que los inundan. En la biografía que le dedicó Chesterton se hace mención al que fue su mayor influencia artística, el escultor John Flaxman, cuyos grabados para la Odisea parecen originales de la época del esplendor helénico. Nada hay más característico de estos que la ausencia de perspectiva y el culto a la línea fija (no perdamos de vista la mención que hacía Platón a la perspectiva como engaño). Su sentido se nos hará más nítido si acudimos a las ilustraciones que realizó Blake para el Libro de Job, del cual surge la fatídica corriente de la teodicea que recorre nuestro tiempo.

Estas ilustraciones se incluyen en esta obra imprescindible de Kathleen Raine, quizá la mayor especialista en la obra de William Blake que ha habido hasta la fecha. El ensayo en el que se incluyen consiste en una reflexión acerca del papel del sufrimiento en el gran poeta. Aunque no desmerece elogios por su interés, creo que discrepo de algunos puntos que la llevan a un callejón sin salida. La historia del Libro de Job ya no es tan conocida como antaño, por lo que no creo que sea redundante hacer un breve resumen. El relato comienza con una especie de apuesta en la que Satán insta a Dios a que le autorice a provocar grandes sufrimientos al mejor de sus siervos, bajo el pretexto de mostrarle como hasta el más fiel puede apartarse de la senda del Señor en cuanto cambie su suerte en el mundo. Tras agotar sus cosechas, acabar con la vida de sus hijos y esparcir la enfermedad por la región, Job increpa a Dios por llevarle un sufrimiento que no merece, dado su profundo amor y fe en el creador (estas súplicas de Job son tan profundamente amargas y están tan bellamente escritas que me resisto a citarlas en una reseña tan simple como esta). Tres amigos de Job se dirigen a él y le dan la explicación que tanto ha marcado el destino de este texto: su dolor sólo puede provenir de una antigua falta, aunque sea desconocida. El sentido de la justicia divina es la compensación; intercambia males por bienes y bienes por infortunios. Finalmente, Job acabará redimido y doblemente recompensado por su fidelidad.

"Odiseo sirviendo a Polifemo"
John Flaxman
El lector moderno que conoce el Antiguo Testamento suele situarse inmediatamente del lado de los hombres, que a primera vista se asemejan a figuritas de un juego para la diversión del Creador. William Blake, a quien nadie pondría en duda su hondo humanitarismo, se pone del lado de Dios, y ve en Job a un ser que hace mucho que ha abandonado la auténtica dicha de los mortales abrazando el mundo material y la tentación de Satán, la Individualidad. Los terribles sufrimientos de Job provienen de esta mentalidad. Su mundo estaba arrasado aún antes de que Dios lo pusiera de manifiesto, pues sin vida espiritual no hay ser que despliegue ni un atisbo de luz. Con la llegada de los tres amigos judíos de Job, la desgracia llega a su punto álgido: la razón le pide cuentas a la vida. Kathleen Raine objeta que quizá Blake es demasiado simplista al situar la felicidad en el alma del hombre, pero aquí la simpleza me parece que pertenece a la objeción. Sería absurdo considerar que Blake defiende una especie de ascetismo basado en el conocido mens sana in corpore sano. El poeta sabe muy bien de la contingencia del sufrimiento físico y es por ello que entiende que sólo la visión de “la Divina Humanidad” permite la paz en el mundo. Contra ella se alzan las Tablas de la Ley y la moral de los hombres: “en cada hombre nace un espectro o Satán, y necesita una nueva individualidad continuamente”. El tema de toda la poesía de Blake es la destrucción del mundo por obra del Yo humano que a cada instante se busca a sí mismo. En sentido estricto, sólo mira en perspectiva. Su ojo, ya poseído por su razón, vuelve ridícula toda belleza y todo lo discute, y aquello que toca con las manos se disuelve en un puñado de arena, pues no sabe de la Imaginación que crea y alumbra a todos los seres.

"Tres amigos dan a Job una explicación de
sus desgracias"
William Blake
Me cuesta mucho afirmar que en Blake haya propiamente una ontología, y es por eso que soy aún más reticente a su clasificación como “poeta simbolista”. Ningún simbolista podría haber llegado a tener esa sorprendente cercanía que se refleja en sus poemas. El misticismo encuentra su fuerza en la suplantación del mundo real por un mundo de imágenes arquetípicas de las que el hombre puede servirse para guiarse en su trato con las cosas. Su restricción reside precisamente en eso. Al elaborar tan intrincado dispensario de símbolos incrustado a su vez en una teología muy desarrollada, su acceso queda limitado a una minoría. Entiendo que actualmente Blake aparezca como un místico, ya que hace mucho que hemos perdido la conciencia de la tradición que daba vida a sus palabras, pero en su época las cosas se presentaron de muy distinta manera. Blake, junto con John Bunyan, que escribió el ese gran relato alegórico titulado El progreso del peregrino, fueron influencias incuestionables de las revueltas populares de finales del dieciocho así como del pensamiento que conformaría las primeras asociaciones de trabajadores (2). Como es natural, estos hombres acudían a su tradición cada vez que querían defender una posición política. La Biblia no era simplemente una herramienta de combate, que es como ahora entendemos el mundo de la cultura, sino que era el Libro de los libros, que iluminaba el futuro del hombre desde un pasado remoto. Así, cuando sus semejantes leían la historia del gigante Albión, sabían que se refería a la tierra que ellos habitaban; antaño alto y deslumbrante, y finalmente desmembrado como la Inglaterra decimonónica. La exaltación de la Imaginación es la vuelta al mundo de las apariencias, pues el pensamiento opera con imágenes. Sólo un racionalista diría que hay en ello un misticismo, pues es el primer interesado en dejar clara su distancia con todo aquello que no se pliega a la matemática.

A la luz de sus poemas, estoy seguro de que Blake conoció la obra de John Donne, otro poeta inglés que escribió esto dos siglos atrás:

“Y una nueva filosofía pone todo en duda, el elemento fuego está bien extinguido; perdidos están sol y tierra; ningún ingenio humano puede dirigir al hombre hacia dónde encontrarlos. Todo está hecho pedazos, toda coherencia perdida, toda justa distribución, o relación debida” (3)


Notas:

(1) Platón, La República, Libro X, 598 b-c [utilizo la traducción de la editorial Gredos]

(2) Para profundizar en este tema puede verse el primer volumen de la obra La formación histórica de la clase obrera en Inglaterra, del historiador inglés Edward P. Thompson, que ha sido reeditada hace escasos meses por la editorial Capitán Swing.

(3) El poema se titula “Una Anatomía del mundo: Primer Aniversario”.

jueves, 26 de diciembre de 2013

Cincuenta sombras de Blake (1)

Autor. G. K. Chesterton 
Título. William Blake 
Editorial. Espuela de Plata 
Año. 2010 (1ª ed. 1910, en inglés) 
Nº de páginas. 246
Traductora. Victoria León
Casi ha pasado un siglo desde que las obras de Chesterton comenzaran a ser editadas en nuestro país. Actualmente contamos con la práctica totalidad de sus escritos traducidos a nuestro idioma. Sus novelas y ensayos son objeto de una enorme atención por parte de todo tipo de lectores. Aún así, no hemos de titubear a la hora de señalar lo evidente: Chesterton era un escritor conservador. Pero lo era en un momento en que este adjetivo todavía tenía algún sentido. No creo que se sorprendiese al comprobar cómo los que hoy se autodenominan conservadores predican la desacralización de todas las fiestas. Pero como ya hizo en vida, volvería a poner el grito en el cielo para que llegara hasta la Santa Sede, tan disponible a la hora de meterse en polémicas partidistas como diletante cuando debe defender su propia tradición. ¿Hará falta recordar que la escolástica medieval concibió el trabajo como una actividad que, abandonada a sí misma, sólo produce el embotamiento del espíritu? Los mejores escritores católicos del siglo veinte saben de la cuerda que ata al cristianismo con la revolución, que no puede ser otra que las costumbres humanas, capaces de preservar la justicia aun cuando las leyes están corrompidas. En la Grecia clásica no había mayor institución política que la tragedia. Su declive coincide con la decadencia de Atenas, del mismo modo que, como bien lo entiende Chesterton, la desaparición de la taberna es el fin de la tradición política inglesa.

Pero de entre todos los géneros literarios que cultivó Chesterton, hay uno que quizá no haya sido tan reconocido. Me refiero a la biografía intelectual. Como sucede con sus novelas, estas biografías pueden ser leídas de forma paralela a sus ensayos. Sin duda la más conocida es la dedicada a Dickens, que ha llegado a convertirse en una obra de referencia en los estudios sobre el autor. También escribió las biografías de Geoffrey Chaucer, de Bernard Shaw (ambas publicadas en esta misma editorial), al que conoció personalmente, o de William Blake, uno de los poetas ingleses (¿o habría que decir irlandés?) más grandes de todos los tiempos, y quizá el más original de cuantos ha habido. A pesar de su enorme conocimiento del neoplatonismo y de místicos como Jacob Böhme o Swedenborg (1), Blake encontró el sustento de su poesía en las tradiciones populares, y por ello, fue un lector versado en el texto bíblico. Chesterton acierta al señalar como principal característica del misticismo la obsesión por los principios, o como se dice en lenguaje moderno, por los arquetipos. Aún así, a menudo confundimos el misticismo con aquello que es más propio de la poesía y, por ende, del lenguaje humano, esto es, el uso de metáforas, lo cual puede llevar a error en un caso como este. Lo habitual para nosotros es que veamos en el poeta a un embajador del mundo divino, pero mucho más difícil es que sea su estandarte y que vaya por el mundo con la imagen de los dioses inscrita entre sus versos. Para eso haría falta que este hubiera contemplado a los espíritus del otro mundo o que hubiera entablado conversaciones con el profeta Ezequiel o el mismísimo demonio: esto fue precisamente lo que hizo William Blake.

La interrogación sobre si era un loco parte de este hecho, a lo que se une la oscuridad de sus versos en los Libros Proféticos. Aunque Chesterton le dedica un original comentario, no creo que en un momento como el presente, donde ser un chiflado es un inestimable mérito para ser escuchado, merezca que le prestemos mayor atención. La cuestión es que Blake plasmó en sus versos e imágenes estrictamente lo que veía, y nosotros hemos de interpretar su obra teniéndolo presente. Aún así, esta interpretación la dejaremos para más adelante, pues de esta biografía puede decirse que hay más Chesterton que Blake, más del sujeto que lo escribe que del objeto sobre el cual investiga. Es en este escrito donde he encontrado la única presentación sistemática del pensamiento de Chesterton, resumida en la idea de que “cada uno de los hombres de nuestro tiempo es a la vez tres hombres”.

La historia no pasa en balde, y los éxitos y fracasos de las grandes revoluciones que tienen lugar en el mundo moderno pueden entenderse a la luz de esta clasificación. El hombre que determina el motivo del alzamiento es heredero de Roma; en su indignación por la forma política y la corrupción de las costumbres se asemeja a Cicerón. Las dos palabras que mejor reflejan su ideario político son la igualdad y la justicia, “su virtud más querida era el espíritu cívico; su más querida falta, el asesinato político”. La revolución, tal y como lo muestra la llamada Revolución Gloriosa en la Inglaterra del siglo XVII, no puede entenderse sin su momento más importante, la Restauración, que devuelve al pueblo la gloria de su origen. Tras la decadencia de Roma, su ideal sólo pudo sostenerse con el Cristianismo, que hizo nacer un nuevo sentimiento que es el núcleo sobre el que gira la Revolución Francesa: la compasión. Y es que el espectáculo de la pobreza fue también motivo de numerosos conflictos religiosos en la era moderna, como nos recuerdan los casos de Tomás Moro en Inglaterra y de Thomas Müntzer en Alemania, ambos decapitados. El humanitarismo sencillamente no habría existido sin la filosofía cristiana, que arrancó la dignidad del cuerpo político y la depositó sobre la persona. Esta idea de la  sacralidad de la vida es tan importante para William Blake, que no dudó en extenderla a las demás criaturas que pueblan el mundo: “aquel que atormente al duende del escarabajo / construye su morada en la noche sin fin”. Pero estos dos hombres ocultan a un tercero que vive en la sombra, y al que Chesterton denomina como “el hombre de los bosques”, cuya aparición se remonta a los orígenes de la humanidad y que surgía con toda su fuerza en las fiestas a Dionisos. Su tradición pagana se mantuvo a raya hasta la era decimonónica, momento en que la religión comienza su gran declive y los dogmas cristianos se dilatan. El materialismo es su más digno descendiente. La negación de la libertad humana y el culto a la muerte determinarán nuestro presente científico. Con él, y sólo con él, amanece la era de Urizen (2).



Notas:

(1) El teólogo sueco Emanuel Swedenborg no es muy conocido en nuestro país. Puede que al lector le suene una obra de juventud de Kant titulada Los sueños de un visionario, seguido de Sueños de la metafísica. Pues bien, el origen de este pequeño texto es precisamente una polémica con Swedenborg.

(2) La referencia al racionalismo es explícita: la pronunciación de Urizen en inglés remite, por homofonía, a “your-reason”

jueves, 12 de diciembre de 2013

Marx, el moderno Prometeo

Autor. David Leopold
Título. El joven Karl Marx
Editorial. Akal
Año. 2012
Nº de páginas. 336
Traductor. Jaime Blasco Castiñeyra
Los primeros textos de todo gran escritor son siempre un lugar de disputa. La posición que se tome respecto a su importancia determina el carácter del especialista. A diferencia de las grandes obras, que suelen ser publicadas en vida del autor, los textos de juventud a veces tardan más de un siglo en llegar al público. Ahí están los casos de Proust o de James Joyce; tras su muerte aparecieron dos novelas que, mirando en perspectiva, anticipaban sus dos grandes obras. Del primero, Jean Santeuil, y Stephen, el héroe, del segundo. Por supuesto, la aparición de estas obras no resta importancia alguna a sus más que dignas sucesoras (tan dignas que superan con creces la importancia de los experimentos anteriores). Es posible que sea debido a que son novelistas y no filósofos, y por tanto la polémica queda enmarcada en la crítica literaria. En cualquier caso, para el tema que nos ocupa, sucedió justamente lo contrario. Bastó que los escritos del joven Marx llegaran a una Europa sumida en su segunda guerra de devastación, para que un sector de la izquierda encontrara la posibilidad de conciliar el hecho de ser marxista con la oposición al régimen político de la Unión Soviética. Frente a esa nueva deidad que no dejaba de exigir sacrificios por la futura sociedad comunista, algunos hombres volvieron su mirada al Marx que fue traicionado: el filósofo de la praxis, el gran crítico de la alienación. Pues era precisamente la acción la que había sido sepultada bajo la enorme maraña de las fórmulas económicas y del culto a la personalidad. Es probablemente la única categoría estrictamente política del pensamiento de Marx. Cuando salta la chispa y los hombres salen a las calles en desbandada, la historia se queda a las puertas, y la tan manida conciencia de la clase se convierte en un asunto del pasado; los proletarios se sitúan a ambos lados de la barricada. En este sentido, es sencillo ver el hilo que va de los escritos de juventud a los escritos históricos como el 18 Brumario de Luis Bonaparte. Aunque este parece sumergirse antes de llegar a El Capital, en el cual la historia, la filosofía y las artes son reducidas a categorías económicas. En cierto modo con razón, ya que para nuestra mentalidad éstas no pueden ser sino fósiles. Recuerdos de una muy otra humanidad.

Nada de esta polémica se encuentra en el presente texto de David Leopold, que se limita a presentar las claves de algunos de los primeros escritos de Karl Marx. Su intención es lograr que estos textos hablen por sí mismos. Es una cuestión aparte si son o no relevantes a la hora de captar en un solo vistazo la obra completa de Marx. El núcleo del texto centra su atención en tres autores: Hegel, Bruno Bauer (representante de la izquierda hegeliana), y Ludwig Feuerbach. Los tres forman el mantillo que les sirvió de nutriente. Entre estos escritos están varios artículos de crítica social, algunos proyectos inacabados de crítica de la filosofía hegeliana y los conocidos manuscritos de París de 1844; textos magníficos, con frases absolutamente desconcertantes donde Marx se muestra más directo que en cualquiera de sus obras más conocidas. Por eso se han llegado a considerar un tanto oscuros. La obra de Leopold, escrita en un estilo llano y a la vez profusamente documentada, es fundamental para aquel que quiera adentrarse en ellos por primera vez.

"Marx como Prometeo"
Rheinische Zeitung, 1843
Pero aún sin haberse leído, llamará la atención de cualquiera la imagen del Marx prometéico que le sirve de portada. Esta se encuentra en la Gaceta Renana de 1843, y fue publicado con motivo de la censura impuesta por el monarca Federico Guillermo IV. En ella se muestra a un joven Marx atado a una imprenta por una cadena que desciende del trono de Prusia, mientras el águila coronada, que porta en sus garras el orbe del Sacro Imperio romano-germánico, desgarra la piel hasta llegar al corazón. Obviando el hecho de que la imprenta se encuentra completamente inutilizada, la pintura se muestra enormemente profética. Unas bellas ninfas a los pies del Marx-Prometeo suplican clemencia al ave rapaz, pero el objeto del ruego se muestra ambiguo. En la representación clásica, la intención de unas suplicantes se dirigiría sin duda a la liberación de aquel Titán amigo de los hombres, pero en este caso no sabemos si se dirige a la imprenta o al autor de los escritos, ¿acaso vale más la libertad de prensa que una vida humana? De cualquier forma, la sentencia jamás fue conmutada. Marx se exilió a Francia y, como es sabido, siguió escribiendo a un ritmo cada vez más desenfrenado. Quizá fuera entonces que el cuadro se hizo real. Marx sufrió la condena de no poder dejar de escribir hasta haber dado con el oscuro secreto de la sociedad capitalista, que de paso acabó por conquistar su propia escritura. Terminó revelando más verdad en sus omisiones que en las miles de páginas que pueblan su obra.

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Un sillón para el muerto

A la memoria de Doris Lessing.

Según se cuenta su nombre era Doris, a través del cual resuena un orden que alaba la simetría y la fortaleza de las obras artísticas. Es difícil para mí decirlo con certeza, al menos es así como creo la llamaban. Deduzco que de la voz de aquellos que menos la conocían también se podría escuchar el apelativo de Miss Lessing. Por medio de esa imprecisión natural del lenguaje humano que es la causa de toda su riqueza, cuando escucho su nombre, antes que el rostro de aquella dulce anciana, viene a mi cabeza la imagen de un sabio judío llamado Natán sentado sobre la cornisa del Partenón. Nada más lejos del mundo sobre el que ella escribió. Si en lugar de Doris hubiera sido Dorian, me acordaría de Oscar Wilde y por tanto estaría más cerca del lugar donde ella vivió. Pero no es así, y debemos quedarnos con Doris Lessing, un nombre al que muchos tildarían de falso; lo obtuvo en un momento muy concreto de su vida. Al nacer fue Doris May Tayler, cuando pasó por el altar cambió este apellido por el de su marido. Aunque pasados unos años llegaría a divorciarse, no renunció a la sonoridad de su nuevo nombre. La cuestión del lenguaje, que es también la cuestión de los géneros, siempre aparece atravesada por un halo de arbitrariedad. Como le sucede a la práctica totalidad de los humanos, ella nunca decidió el nombre que quería para sí misma, aunque parece que en el fondo le cogió gusto. Así es como se la emplaza a la luz, a mostrarse ante los demás, con un enunciado que se asemeja a un ritual de invocación. Si bien "es evidente que a la gente le gustan las etiquetas", un nombre nunca será una marca, por mucho que nuestra forma de pensar consienta en identificarlos. 

La literatura moderna siempre ha estado vinculada al ideal de universalidad. La diferencia entre la buena y la mala literatura no reside sólo en lo que se cuenta, sino en cómo los problemas más amplios son narrados desde la experiencia de lo concreto, pues sin ella todo se convierte en un mero artificio. Es por eso que la crítica ideológica yerra desde el comienzo. No escucha las palabras, sino que lee entre líneas. Atiende a la letra muerta, a las palabras ocultas; busca el panfleto bajo las metáforas. Pero aunque algunos sientan nostalgia por la conciencia de la clase y por un sistema que explique la lógica oculta bajo las acciones de los hombres, “la vida sigue su curso sin ellas y hasta contra ellas”. A pesar de ello, no creo que Doris Lessing haya logrado escapar tanto como ella pensaba de una ilusión muy propia de los escritores profesionales: la de creer que el mundo puede aprehenderse en una buena novela. Pero si no escapó a esta ilusión, al menos hizo de ella la clave de El cuaderno dorado, su obra más conocida. Anna Wulf, la protagonista cuyo nombre recuerda al de la mayor escritora inglesa del siglo XX, se encuentra obsesionada por dar una visión completa del mundo en el que vive, por convertir la mirada de un pequeño individuo en un perspectiva total, por llegar a fundir sus cuatro cuadernos en “un solo libro dorado de una pasión intelectual o moral tan fuerte que pueda crear un orden, una nueva manera de ver la vida". La imbricación entre vida y literatura es uno de los grandes problemas de la novela, que finaliza sellando su imposible unión.    

Por todo ello niego que esta obra o cualquier otra (como La buena terrorista, cuya temática ha sido puesta en relación con Eichmann en Jerusalén de Hannah Arendt) sirvan para dividir a la autora en dos mitades: una que se ensaña en la crítica social y otra que, vuelta de todo, se dedica a novelas de ciencia-ficción mediocres y a una autobiografía pasada por agua. Desde los años setenta, el movimiento que la propia Lessing denominó como “feminismo fundamentalista” ha estado en busca de representantes a lo largo y ancho del mundo sin ningún tipo de discriminación salvo el de ser mujer. Es por ello que no dejan de encontrarse con múltiples escollos, pues hay hombres muy militantes de su partido y mujeres que encuentran su tarea digna de toda la humanidad. Pues bien, en este caso particular creo que han dado con la horma de su zapato, no sólo porque Doris Lessing se ha opuesto públicamente a la idea de una “épica de la feminidad” (hace muy poco se ha hablado de “una realidad femenina”) que fue suscrita en el fallo del premio Nobel, sino también porque ha llegado a convertirse en una de las grandes autoras en la historia de la literatura inglesa, muy crítica con las condiciones sociales impuestas a la mujer, pero que jamás ha hecho de esta opresión un sistema filosófico. La realidad es que, más allá de lo que signifique el feminismo, el núcleo esencial del movimiento no proviene del mundo anglosajón sino de la academia francesa, que durante el siglo veinte fue muy permeable a la filosofía hegeliana y al psicoanálisis. Actualmente, y lo digo con bastantes reservas, creo que sólo en los Estados Unidos han llegado a introducirse algunas de estas teorías, que por otro lado son absolutamente ajenas a la tradición política de este país.

Ahora que de Doris Lessing sólo nos quedan sus escritos, llega el momento de la reconciliación. Creo que sus palabras bastarán para elaborar un juicio sobre su obra, que nos recuerda “nuestro deber de recordar incluso lo que está por suceder”. Aunque, por lo visto, algunos tienen ya preparado un sillón en su Academia al que de todas formas nunca terminarán por sentarla. Discutirán eternamente si merece ser considerada un referente para su séquito de ilustrados.

martes, 12 de noviembre de 2013

La razón incontinente

Autor. Immanuel Kant
Título. Crítica de la Razón Pura
Editorial. Taurus
Año. 2013 (1ª ed (A). 1781, 2ª ed. (B) 
1787 en alemán)
Nº de páginas. 688
Traductor. Pedro Ribas (revisada)
Hacer una breve reseña de una obra como La Crítica de la Razón Pura es, con seguridad, una tarea tan pretenciosa como inútil. Una exposición de su contenido resultará al lector versado en la materia una simpleza, a un lector profano un galimatías o, en el mejor de los casos, un ejercicio de pedantería. Por ese motivo, creo que habremos de contentarnos con un pequeño relato: 

Dos mil años antes de la publicación de la obra más importante de Immanuel Kant, un filósofo oriundo de Estagira se encontraba inmerso en una investigación que, por lo que sabemos, no llegó a concluir en vida. Esta investigación no formaba parte de un plan de estudios concreto. No había una ciencia para el objeto al que se dirigía, y tampoco había garantía alguna de poder llegar a establecerla. El fin de la investigación, así como el método a seguir eran, sencillamente, la búsqueda. ¿Qué ciencia era esa por la que había que dedicar toda una vida sin esperanza alguna de llegar a encontrarla? Su nombre no fue pronunciado hasta siglos más tarde, casi por casualidad. Pero lo cierto es que ese simple acto de nombrar bastó para hacer retumbar los cimientos de la tierra hasta el punto de hacerla intercambiar su posición con la esfera celeste. Los hombres asistieron al alumbramiento de “un nuevo cielo y una nueva tierra; porque la primera tierra y el primer cielo ya fueron” (Apocalipsis, 21, 1). Tras el gran vaivén, el hombre quedó situado entre ambos lugares, suspendido en un interregno sin gravedad y sin nada a lo que aferrarse. Así comienza esa historia interminable en la que dos principios se disputan la atención del ser humano. La palabra pronunciada, sin importancia aparente, se dice en griego meta ta physika, que significa ‘después del estudio de la naturaleza’, ‘más allá de aquel lugar donde brota el ser’. Metafísica es el conjunto de escritos que van después de los estudios físicos, dedicados al movimiento y al cambio de los seres mundanos. ¿Quiere esto decir que la metafísica estudia algo inmóvil, que no cambia y que es eterno? Algo de verdad hay en esta afirmación, que ha pasado por ser el lugar común desde el que se entiende este asunto, pero como suele pasar, no es ni mucho menos toda la verdad. La metafísica supone más bien un acto de fundación semejante al cercado de un terreno; establece sus confines y su centro alrededor del cual todo debe girar. Pero a diferencia de los templos y estatuas que levantan los hombres para no olvidar su visión cosmológica, el trono vacío de la metafísica se construye con ideas. Estas no reflejan la realidad sino que la sustituyen, por eso la metafísica tiene ansia de totalidad. Al no poseer nada más que un arsenal de palabras enquistadas, su empresa no tiene fin. El mundo es algo a superar porque siempre termina superándole a uno. 

La historia que nosotros conocemos, al menos la que se enseña en las escuelas, se inicia con la violenta disputa entre Dios y los hombres por el reino de la verdad. La filosofía de Kant supuso para algunos el gran y definitivo deicidio. Decía el poeta judío Heinrich Heine que “con su Crítica de la Razón Pura, Kant ha cortado la cabeza a Dios”, pero lo cierto es que su cuchilla estaba tan afilada que en su descenso también llegó a seccionar al hombre en dos mitades. Quien haya oído hablar de las otras dos críticas de Kant, entenderá que él mismo sufrió el dolor de esta herida. Al arrancar de raíz ese “más allá” de la metafísica, preparó al ser humano para abrir las puertas del averno. Kant buscó con gran insistencia nuevas cadenas con las que apuntalar ese lugar maldito: recogió el cadáver del gran padre y lo convirtió en un postulado de la moralidad, formuló un imperativo en el intento de garantizar la bondad humana y, en un último ensayo, trató de reunificar el mundo divino y el terrenal. La melancolía que le caracterizaba en su juventud volvió a surgir con toda su fuerza en la vejez. Todo su esfuerzo fue en balde. Quien lo dude que piense en los filósofos que le siguieron. 

Del hueco de la tierra salieron los enjambres de pequeños diablillos que antaño asustaban a hombres y mujeres en las largas noches de insomnio, y estos, con su mirada todavía elevada hacia el cielo, comenzaron a sentir un pequeño cosquilleo bajo los pies. ¿La causa?, aquello que en filosofía podría llamarse el grito de la materia.

domingo, 3 de noviembre de 2013

Las intermitencias de la vida

“Mientras hay vida hay esperanza” Teócrito, Idilio IV

Autor. Georges Didi-Huberman
Título. Supervivencia de las luciérnagas
Editorial. Abada
Año. 2012 (1ª ed. 2009, en francés)
Nº de paginas. 127
Traductor. Juan Calatrava
Pocas cosas son tan características de nuestro tiempo como la presencia simultánea en nuestra conciencia de una esperanza fanática con el más terrible de los fatalismos. Cada día se publican decenas de escritos dedicados a exponer las razones de cada una de las posiciones, y cualquier aportación sobre el momento presente es valorada sólo tras dejar claro su lugar en tan cruda polémica. Sin querer restarle interés a la obra del que puede decirse que es, actualmente, el más reconocido historiador del arte, hay que decir que este texto adolece del defecto de moverse sobre un terreno demasiado frecuentado; y de ser, lo que podría decirse, “una obra más”. Lo que lo hace atractivo es el pretexto que utiliza para su reflexión: unas cartas del cineasta Pier Paolo Pasolini acerca de la vida de las luciérnagas. 

El tránsito que va desde las cartas de la primera época hasta las de la última corresponde al declive de la inocencia en el mundo moderno. Esa inocencia que Pasolini reivindicó en su famosa Trilogía de la vida, y de la que abjuró en su última película, la insólitamente abyecta Saló, o los 120 días de Sodoma. No cabía perdón al uso frívolo que la sociedad de consumo hacía de las más antiguas costumbres humanas, a esa atención pseudo-emancipadora prestada a los relatos que brotan de la tradición popular. Frente a ello, sólo quedaba mostrarle a esa sociedad su verdadero rostro, que no es el de la simplicidad luminiscente que se muestra en esos primeros planos tan característicos del cine de Pasolini, sino que es el del mundo del marqués de Sade, el mundo de la violencia administrada, del poder sin rostro, del lenguaje humano convertido en fornicación; en suma, un mundo donde las imágenes sagradas se han convertido en signos vacíos, anulando el potencial de la experiencia y con ella, la del resto de nuestras facultades humanas.

Georges Didi-Huberman ahonda en el paralelismo entre el cine de Pasolini y el gran proyecto filosófico de otro escritor italiano: Giorgio Agamben. En una de sus últimas obras, titulada El Reino y la Gloria, Agamben realizaba el diagnóstico de la época presente a partir de la relación entre la ley y el espectáculo. El auge de los fascismos se había hecho posible tras la crisis de los Estados-Nación, en la exaltación de las masas y la aclamación de los grandes dictadores. Tras la gran guerra, el conflicto entre la máquina burocrática del reino y el espectáculo de la gloria había quedado solventado en la sociedad de consumo, donde toda imagen es susceptible de quedar subsumida en el gran flujo de las mercancías. Así las cosas, se trataría ahora de analizar hasta qué punto son ciertas estas tesis, y si no sirven más bien, al inmovilismo de toda conciencia crítica de la realidad.


El gran reto de la filosofía después del Holocausto (no es necesario entrar a aquí a señalar lo abyecto que tiene esta palabra) ha consistido en el intento de elaborar una ética donde aquello de lo que no se puede dar testimonio ya que está, por naturaleza, más allá de la capacidad humana de nombrar la realidad, tenga un lugar privilegiado. A este respecto, podemos citar como ejemplo la filosofía de Emmanuel Lévinas, que surge de la visión del rostro del otro. Estas filosofías parecen olvidar que el problema de la imagen no puede ser abordado sin ponerlo en relación con el problema del lenguaje. No puede haber reconciliación con lo real sin narración, de ahí que los supervivientes de los campos de exterminio tuviesen una cierta obsesión por contar lo sucedido. El gran trauma residía en que había algo de esa experiencia que parecía impedir su relato: el silencio parecía ser lo único que otorgaba dignidad a la experiencia, pero este mutismo, al motivar el olvido, también se volvía cómplice con lo ocurrido. Didi-Huberman encuentra en ese instante en que la experiencia se vuelve no-saber, la salida a la situación presente. En tanto que irrepresentables, estas imágenes fuerzan a la conciencia a imaginar otros mundos posibles no determinados por la teología del progreso. Estas pequeñas imágenes sobreviven a pesar de todo, como imágenes-luciérnaga, cuyo fulgor es perceptible aun bajo la luz cegadora del mundo actual; “imágenes para organizar nuestro pesimismo”.

Yo, personalmente, no puedo creer que una metafísica del accidente histórico nos haga salir de los enredos en los que la filosofía, por su propia esencia, se reproduce a sí misma. Pero sí creo que el camino de una reflexión como la actual es ineludible; más aún para la situación particular de nuestro país, donde el complejo que nos ha provocado el fascismo manifiesta sus síntomas cada día de nuestra vida.