Didaskalia: La razón incontinente

martes, 12 de noviembre de 2013

La razón incontinente

Autor. Immanuel Kant
Título. Crítica de la Razón Pura
Editorial. Taurus
Año. 2013 (1ª ed (A). 1781, 2ª ed. (B) 
1787 en alemán)
Nº de páginas. 688
Traductor. Pedro Ribas (revisada)
Hacer una breve reseña de una obra como La Crítica de la Razón Pura es, con seguridad, una tarea tan pretenciosa como inútil. Una exposición de su contenido resultará al lector versado en la materia una simpleza, a un lector profano un galimatías o, en el mejor de los casos, un ejercicio de pedantería. Por ese motivo, creo que habremos de contentarnos con un pequeño relato: 

Dos mil años antes de la publicación de la obra más importante de Immanuel Kant, un filósofo oriundo de Estagira se encontraba inmerso en una investigación que, por lo que sabemos, no llegó a concluir en vida. Esta investigación no formaba parte de un plan de estudios concreto. No había una ciencia para el objeto al que se dirigía, y tampoco había garantía alguna de poder llegar a establecerla. El fin de la investigación, así como el método a seguir eran, sencillamente, la búsqueda. ¿Qué ciencia era esa por la que había que dedicar toda una vida sin esperanza alguna de llegar a encontrarla? Su nombre no fue pronunciado hasta siglos más tarde, casi por casualidad. Pero lo cierto es que ese simple acto de nombrar bastó para hacer retumbar los cimientos de la tierra hasta el punto de hacerla intercambiar su posición con la esfera celeste. Los hombres asistieron al alumbramiento de “un nuevo cielo y una nueva tierra; porque la primera tierra y el primer cielo ya fueron” (Apocalipsis, 21, 1). Tras el gran vaivén, el hombre quedó situado entre ambos lugares, suspendido en un interregno sin gravedad y sin nada a lo que aferrarse. Así comienza esa historia interminable en la que dos principios se disputan la atención del ser humano. La palabra pronunciada, sin importancia aparente, se dice en griego meta ta physika, que significa ‘después del estudio de la naturaleza’, ‘más allá de aquel lugar donde brota el ser’. Metafísica es el conjunto de escritos que van después de los estudios físicos, dedicados al movimiento y al cambio de los seres mundanos. ¿Quiere esto decir que la metafísica estudia algo inmóvil, que no cambia y que es eterno? Algo de verdad hay en esta afirmación, que ha pasado por ser el lugar común desde el que se entiende este asunto, pero como suele pasar, no es ni mucho menos toda la verdad. La metafísica supone más bien un acto de fundación semejante al cercado de un terreno; establece sus confines y su centro alrededor del cual todo debe girar. Pero a diferencia de los templos y estatuas que levantan los hombres para no olvidar su visión cosmológica, el trono vacío de la metafísica se construye con ideas. Estas no reflejan la realidad sino que la sustituyen, por eso la metafísica tiene ansia de totalidad. Al no poseer nada más que un arsenal de palabras enquistadas, su empresa no tiene fin. El mundo es algo a superar porque siempre termina superándole a uno. 

La historia que nosotros conocemos, al menos la que se enseña en las escuelas, se inicia con la violenta disputa entre Dios y los hombres por el reino de la verdad. La filosofía de Kant supuso para algunos el gran y definitivo deicidio. Decía el poeta judío Heinrich Heine que “con su Crítica de la Razón Pura, Kant ha cortado la cabeza a Dios”, pero lo cierto es que su cuchilla estaba tan afilada que en su descenso también llegó a seccionar al hombre en dos mitades. Quien haya oído hablar de las otras dos críticas de Kant, entenderá que él mismo sufrió el dolor de esta herida. Al arrancar de raíz ese “más allá” de la metafísica, preparó al ser humano para abrir las puertas del averno. Kant buscó con gran insistencia nuevas cadenas con las que apuntalar ese lugar maldito: recogió el cadáver del gran padre y lo convirtió en un postulado de la moralidad, formuló un imperativo en el intento de garantizar la bondad humana y, en un último ensayo, trató de reunificar el mundo divino y el terrenal. La melancolía que le caracterizaba en su juventud volvió a surgir con toda su fuerza en la vejez. Todo su esfuerzo fue en balde. Quien lo dude que piense en los filósofos que le siguieron. 

Del hueco de la tierra salieron los enjambres de pequeños diablillos que antaño asustaban a hombres y mujeres en las largas noches de insomnio, y estos, con su mirada todavía elevada hacia el cielo, comenzaron a sentir un pequeño cosquilleo bajo los pies. ¿La causa?, aquello que en filosofía podría llamarse el grito de la materia.

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