Autor. Immanuel Kant Título. Crítica de la Razón Pura Editorial. Taurus Año. 2013 (1ª ed (A). 1781, 2ª ed. (B) 1787 en alemán) Nº de páginas. 688 Traductor. Pedro Ribas (revisada) |
Hacer una breve reseña de una
obra como La Crítica de la Razón Pura es, con seguridad, una tarea tan
pretenciosa como inútil. Una exposición de su contenido resultará al lector
versado en la materia una simpleza, a un lector profano un galimatías o, en el
mejor de los casos, un ejercicio de pedantería. Por ese motivo, creo que
habremos de contentarnos con un pequeño relato:
Dos mil años antes de la
publicación de la obra más importante de Immanuel Kant, un filósofo oriundo de
Estagira se encontraba inmerso en una investigación que, por lo que sabemos, no
llegó a concluir en vida. Esta investigación no formaba parte de un plan de
estudios concreto. No había una ciencia para el objeto al que se dirigía, y
tampoco había garantía alguna de poder llegar a establecerla. El fin de la
investigación, así como el método a seguir eran, sencillamente, la búsqueda.
¿Qué ciencia era esa por la que había que dedicar toda una vida sin esperanza
alguna de llegar a encontrarla? Su nombre no fue pronunciado hasta siglos más
tarde, casi por casualidad. Pero lo cierto es que ese simple acto de nombrar
bastó para hacer retumbar los cimientos de la tierra hasta el punto de hacerla
intercambiar su posición con la esfera celeste. Los hombres asistieron al
alumbramiento de “un nuevo cielo y una nueva tierra; porque la primera tierra y
el primer cielo ya fueron” (Apocalipsis, 21, 1). Tras el gran vaivén, el hombre
quedó situado entre ambos lugares, suspendido en un interregno sin gravedad y sin nada a lo que aferrarse. Así comienza
esa historia interminable en la que dos principios se disputan la atención del
ser humano. La palabra pronunciada, sin importancia aparente, se dice en griego
meta ta physika, que significa ‘después
del estudio de la naturaleza’, ‘más allá de aquel lugar donde brota el ser’. Metafísica es el conjunto de escritos
que van después de los estudios físicos, dedicados al movimiento y al cambio de
los seres mundanos. ¿Quiere esto decir que la metafísica estudia algo inmóvil,
que no cambia y que es eterno? Algo de verdad hay en esta afirmación, que ha
pasado por ser el lugar común desde el que se entiende este asunto, pero como
suele pasar, no es ni mucho menos toda la verdad. La metafísica supone más bien
un acto de fundación semejante al cercado de un terreno; establece sus confines
y su centro alrededor del cual todo debe girar. Pero a diferencia de los templos
y estatuas que levantan los hombres para no olvidar su visión cosmológica, el
trono vacío de la metafísica se construye con ideas. Estas no reflejan la realidad
sino que la sustituyen, por eso la metafísica tiene ansia de totalidad. Al no
poseer nada más que un arsenal de palabras enquistadas, su empresa no tiene fin.
El mundo es algo a superar porque siempre termina superándole a uno.
La historia que nosotros
conocemos, al menos la que se enseña en las escuelas, se inicia con la violenta
disputa entre Dios y los hombres por el reino de la verdad. La filosofía de
Kant supuso para algunos el gran y definitivo deicidio. Decía el poeta judío Heinrich
Heine que “con su Crítica de la Razón Pura, Kant ha cortado la cabeza a Dios”,
pero lo cierto es que su cuchilla estaba tan afilada que en su descenso también
llegó a seccionar al hombre en dos mitades. Quien haya oído hablar de las otras
dos críticas de Kant, entenderá que él mismo sufrió el dolor de esta herida. Al
arrancar de raíz ese “más allá” de la metafísica, preparó al ser humano para
abrir las puertas del averno. Kant buscó con gran insistencia nuevas cadenas
con las que apuntalar ese lugar maldito: recogió el cadáver del gran padre y lo
convirtió en un postulado de la moralidad, formuló un imperativo en el intento
de garantizar la bondad humana y, en un último ensayo, trató de reunificar el
mundo divino y el terrenal. La melancolía que le caracterizaba en su juventud
volvió a surgir con toda su fuerza en la vejez. Todo su esfuerzo fue en balde.
Quien lo dude que piense en los filósofos que le siguieron.
Del hueco de la tierra salieron
los enjambres de pequeños diablillos que antaño asustaban a hombres y mujeres
en las largas noches de insomnio, y estos, con su mirada todavía elevada hacia
el cielo, comenzaron a sentir un pequeño cosquilleo bajo los pies. ¿La causa?,
aquello que en filosofía podría llamarse el grito de la materia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario