Didaskalia: Cincuenta sombras de Blake (1)

jueves, 26 de diciembre de 2013

Cincuenta sombras de Blake (1)

Autor. G. K. Chesterton 
Título. William Blake 
Editorial. Espuela de Plata 
Año. 2010 (1ª ed. 1910, en inglés) 
Nº de páginas. 246
Traductora. Victoria León
Casi ha pasado un siglo desde que las obras de Chesterton comenzaran a ser editadas en nuestro país. Actualmente contamos con la práctica totalidad de sus escritos traducidos a nuestro idioma. Sus novelas y ensayos son objeto de una enorme atención por parte de todo tipo de lectores. Aún así, no hemos de titubear a la hora de señalar lo evidente: Chesterton era un escritor conservador. Pero lo era en un momento en que este adjetivo todavía tenía algún sentido. No creo que se sorprendiese al comprobar cómo los que hoy se autodenominan conservadores predican la desacralización de todas las fiestas. Pero como ya hizo en vida, volvería a poner el grito en el cielo para que llegara hasta la Santa Sede, tan disponible a la hora de meterse en polémicas partidistas como diletante cuando debe defender su propia tradición. ¿Hará falta recordar que la escolástica medieval concibió el trabajo como una actividad que, abandonada a sí misma, sólo produce el embotamiento del espíritu? Los mejores escritores católicos del siglo veinte saben de la cuerda que ata al cristianismo con la revolución, que no puede ser otra que las costumbres humanas, capaces de preservar la justicia aun cuando las leyes están corrompidas. En la Grecia clásica no había mayor institución política que la tragedia. Su declive coincide con la decadencia de Atenas, del mismo modo que, como bien lo entiende Chesterton, la desaparición de la taberna es el fin de la tradición política inglesa.

Pero de entre todos los géneros literarios que cultivó Chesterton, hay uno que quizá no haya sido tan reconocido. Me refiero a la biografía intelectual. Como sucede con sus novelas, estas biografías pueden ser leídas de forma paralela a sus ensayos. Sin duda la más conocida es la dedicada a Dickens, que ha llegado a convertirse en una obra de referencia en los estudios sobre el autor. También escribió las biografías de Geoffrey Chaucer, de Bernard Shaw (ambas publicadas en esta misma editorial), al que conoció personalmente, o de William Blake, uno de los poetas ingleses (¿o habría que decir irlandés?) más grandes de todos los tiempos, y quizá el más original de cuantos ha habido. A pesar de su enorme conocimiento del neoplatonismo y de místicos como Jacob Böhme o Swedenborg (1), Blake encontró el sustento de su poesía en las tradiciones populares, y por ello, fue un lector versado en el texto bíblico. Chesterton acierta al señalar como principal característica del misticismo la obsesión por los principios, o como se dice en lenguaje moderno, por los arquetipos. Aún así, a menudo confundimos el misticismo con aquello que es más propio de la poesía y, por ende, del lenguaje humano, esto es, el uso de metáforas, lo cual puede llevar a error en un caso como este. Lo habitual para nosotros es que veamos en el poeta a un embajador del mundo divino, pero mucho más difícil es que sea su estandarte y que vaya por el mundo con la imagen de los dioses inscrita entre sus versos. Para eso haría falta que este hubiera contemplado a los espíritus del otro mundo o que hubiera entablado conversaciones con el profeta Ezequiel o el mismísimo demonio: esto fue precisamente lo que hizo William Blake.

La interrogación sobre si era un loco parte de este hecho, a lo que se une la oscuridad de sus versos en los Libros Proféticos. Aunque Chesterton le dedica un original comentario, no creo que en un momento como el presente, donde ser un chiflado es un inestimable mérito para ser escuchado, merezca que le prestemos mayor atención. La cuestión es que Blake plasmó en sus versos e imágenes estrictamente lo que veía, y nosotros hemos de interpretar su obra teniéndolo presente. Aún así, esta interpretación la dejaremos para más adelante, pues de esta biografía puede decirse que hay más Chesterton que Blake, más del sujeto que lo escribe que del objeto sobre el cual investiga. Es en este escrito donde he encontrado la única presentación sistemática del pensamiento de Chesterton, resumida en la idea de que “cada uno de los hombres de nuestro tiempo es a la vez tres hombres”.

La historia no pasa en balde, y los éxitos y fracasos de las grandes revoluciones que tienen lugar en el mundo moderno pueden entenderse a la luz de esta clasificación. El hombre que determina el motivo del alzamiento es heredero de Roma; en su indignación por la forma política y la corrupción de las costumbres se asemeja a Cicerón. Las dos palabras que mejor reflejan su ideario político son la igualdad y la justicia, “su virtud más querida era el espíritu cívico; su más querida falta, el asesinato político”. La revolución, tal y como lo muestra la llamada Revolución Gloriosa en la Inglaterra del siglo XVII, no puede entenderse sin su momento más importante, la Restauración, que devuelve al pueblo la gloria de su origen. Tras la decadencia de Roma, su ideal sólo pudo sostenerse con el Cristianismo, que hizo nacer un nuevo sentimiento que es el núcleo sobre el que gira la Revolución Francesa: la compasión. Y es que el espectáculo de la pobreza fue también motivo de numerosos conflictos religiosos en la era moderna, como nos recuerdan los casos de Tomás Moro en Inglaterra y de Thomas Müntzer en Alemania, ambos decapitados. El humanitarismo sencillamente no habría existido sin la filosofía cristiana, que arrancó la dignidad del cuerpo político y la depositó sobre la persona. Esta idea de la  sacralidad de la vida es tan importante para William Blake, que no dudó en extenderla a las demás criaturas que pueblan el mundo: “aquel que atormente al duende del escarabajo / construye su morada en la noche sin fin”. Pero estos dos hombres ocultan a un tercero que vive en la sombra, y al que Chesterton denomina como “el hombre de los bosques”, cuya aparición se remonta a los orígenes de la humanidad y que surgía con toda su fuerza en las fiestas a Dionisos. Su tradición pagana se mantuvo a raya hasta la era decimonónica, momento en que la religión comienza su gran declive y los dogmas cristianos se dilatan. El materialismo es su más digno descendiente. La negación de la libertad humana y el culto a la muerte determinarán nuestro presente científico. Con él, y sólo con él, amanece la era de Urizen (2).



Notas:

(1) El teólogo sueco Emanuel Swedenborg no es muy conocido en nuestro país. Puede que al lector le suene una obra de juventud de Kant titulada Los sueños de un visionario, seguido de Sueños de la metafísica. Pues bien, el origen de este pequeño texto es precisamente una polémica con Swedenborg.

(2) La referencia al racionalismo es explícita: la pronunciación de Urizen en inglés remite, por homofonía, a “your-reason”

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