Didaskalia: 2014

viernes, 23 de mayo de 2014

Filosofía y dolor

Autor..Witold Gombrowicz 
Título. Curso de Filosofía en seis horas y cuarto
EditorialTusquets
Año. 2009 

Nº de páginas152
Según el relato del Génesis, la primera estatua de barro, Adán, sólo adquiere vida una vez que Dios le insufla aliento en su boca. Pero pasados ya los años, expulsado del paraíso y perdido en tierras ignotas, en su larga y merecida vejez, siente que ha de dejar paso a una historia de la que él no formará parte; su vida se le escapa. Trata de agarrarla de nuevo aspirando con fuerza, pero el alma ingrávida asciende velozmente. Su aliento sólo recoge polvo que enturbia aún más su pertinaz tarea. Fácil es suponer que este primer hombre imploró al viento y la lluvia para que detuvieran el ascenso de su espíritu, sin el cual su cuerpo se convertiría en un vulgar despojo. Su asma no es enfermedad sino agarre; acaso no haya voluntad más desnuda.

Postrado en cama durante sus últimos años a causa de sus crisis asmáticas, Witold Gombrowicz, considerado el mayor literato polaco del siglo XX (y que fuera amigo durante su juventud de Bruno Schulz, otro de los grandes escritores polacos del que habremos de decir algo próximamente) centraba sus esfuerzos en desarrollar su próxima obra, cuyo epicentro iba a ser la experiencia del dolor. Y es que esa experiencia tan bestialmente subjetiva que es capaz de volatilizar la existencia el alma y diluirla en la corporalidad no sólo había sido durante los dos siglos que nos preceden regulada, manipulada y medida, sino que había llegado a constituirse en fundamento último de la realidad. Patior, ergo sum, axioma de la filosofía contemporánea.

La obra sobre el dolor nunca llegó a escribirse y, por lo que tengo entendido, apenas hay algunos apuntes sueltos en sus diarios. Pero durante esa misma época y consciente de su pronto final, un amigo íntimo le insta a realizar un curso de filosofía al que asistirán únicamente él y la mujer de Gombrowicz. De ello puede deducirse que este, aparte de ser un gran literato, era docto en esta materia. El curso finalmente no llegó a concluirse, ya que Gombrowicz falleció a un mes de haberlo comenzado y los apuntes que tomaron los dos únicos asistentes se publicaron póstumamente. Es por ellos que sabemos que el curso tenía una finalidad muy concreta que sobrepasaba la mera introducción. Si bien es un recorrido a través de algunos de los grandes autores de la filosofía moderna, ni la historia ni los contenidos son exhaustivos. Cronológicamente tiene su comienzo en Kant y concluye con la filosofía de Sartre, amén de una pequeña reseña del estructuralismo. Gombrowicz expondría sólo aquello que para él era fundamental no olvidar. Kant-Sartre: el último gran filósofo moderno y el primero que explícitamente se declaró como “existencialista”.

El comienzo del pensamiento moderno es claro y conciso: “con Descartes, desaparece el objeto”, la realidad se volatiliza, y el hombre recorre, bajo los auspicios de la duda, el camino de la razón interior que habrá de desplegarse por universo. Kant, henchido del sentido común de los empiristas, busca “limitar el pensamiento” mediante el recurso a la sensibilidad. Pero esta limitación no es la del objeto perdido, no busca un retorno a la realidad sino su captura precisa para que con ella quede igualmente atenazado el pensamiento humano. Los límites del pensar no son las cosas sino las categorías, no las palabras, sino la gramática del lenguaje. Situado en una encrucijada, el pensamiento queda bloqueado para la teoría pero desplegado en la práctica. En las ciencias naturales, la razón desplegada produce monstruos, pero en terreno político “el curso general de un Estado puede ser dirigido hasta por una estirpe de demonios con tal de que posean inteligencia”. El pensamiento huye del mundo para acomodarse en el recinto sagrado de la pura formalidad. Ningún acontecimiento le conmueve, pero tampoco obtiene respuesta; nadie le escucha. Bien sabía Schopenhauer que “sentimos mejor aquello que nos falta”, que tanto más añoraremos aquello que nos ha sido secretamente hurtado, y que por ello no permaneceremos impasibles: si la razón ha huido a su Olimpo matemático, nosotros viviremos la realidad como “un sueño dentro de otro sueño”. Si nuestra mente fluye por tierras oníricas donde los objetos son tan intangibles como nuestras pasiones, responderemos con furia que si una vez amamos la belleza, también podremos llegar a amar la obscenidad.

Sí, ahora glorificamos la existencia en firme aversión a la esencia que no es nada. O más bien, que es nada ¡Magnífica forma de dar un respiro al único ser que se vanagloria de haberlo perdido todo, incluida la tierra sobre la que anda! Con la existencia comienza la vida, pero sin la esencia sólo es la muerte que empieza a hablarnos al oído en íntima confesión. Morituri te salutant. Y así un viaje de hombre puede comprimirse en unas horas y un cuarto; de la agonía nasciente al desfallecimiento del mundo sólo un paso, y quizá apenas un suspiro.


sábado, 3 de mayo de 2014

El superhombre eterno

¿Qué hubiera sucedido si el hijo de Jor-El en lugar de haber caído en un pueblecito de Arkansas, lo hubiera hecho en una granja ucraniana en pleno apogeo del comunismo soviético? Este es el punto de partida del cómic.

Autor. Mark Millar y Dave Johnson 
Título. Superman: Hijo Rojo
Editorial. Planeta de Agostini 
Año. 2009 (1ª ed. 2003, en inglés) 
Nº de páginas. 160
Es un hecho innegable que la industria cultural hiperdesarrollada de nuestro tiempo busca siempre nuevos y extravagantes argumentos con los que atrapar a sus lectores, hasta el punto de que dificulta una apreciación seria sobre los productos que inundan las grandes superficies. Sin embargo, la premisa que nos plantea este pequeño libro en viñetas incita a una profunda reflexión, más aún si tenemos en cuenta la creciente importancia que ha tenido Superman en la cultura norteamericana desde los años 50. Aquello que hace de Superman un hito en la historia de la ficción escrita no son tanto sus poderes sobrehumanos como su particular conciencia y actitud frente al mundo, que lo asemejan a las representaciones de Dios en pleno auge de la Ilustración. Durante el siglo de Isaac Newton se promovió la idea de que el mundo era semejante a un reloj de cuerda, una enorme máquina que disponía a su vez de intrincado mecanismo al que Dios imprimía fuerza en contadas ocasiones. El mundo creado era inferior a la divinidad en tanto que no se bastaba a sí mismo para mantenerse en un movimiento perpetuo. Dios era uno y eterno, mientras que el universo estaba compuesto por infinitos seres sometidos al paso del tiempo. La actitud del creador era la de un mero vigilante que sólo cuando la decadencia era ya inminente se decidía a actuar. Más allá de la analogía que tiene semejante concepción con la moderna teoría del Estado, la importancia de este primer superhéroe no es tanto política como social; es un fenómeno de masas.

Aunque la idea de un Superman Rojo parezca responder a una estrategia de ventas, lo cierto es que tanto el argumento de la obra como la ubicación de los personajes están diseñados con notable precisión. El archienemigo de Superman, Lex Luthor, no es el más astuto criminal de todos los tiempos sino el hombre más inteligente del mundo. El conflicto que presenta el cómic no es una lucha entre el bien y el mal, sino entre un Dios consciente de las limitaciones humanas y un simple mortal que quiere realizar el paraíso en la Tierra. Esta historia es semejante al conflicto entre Zeus y Prometeo, aquel que entrega el fuego a los hombres y con él, el espíritu de la técnica. Por desgracia el cómic no sólo no ahonda en este problema sino que al final de la historia la tecnología acaba siendo glorificada. Si hay un punto flaco en al argumento es precisamente este: no puede entenderse el conflicto entre la divinidad y la técnica sin indagar sus consecuencias.

Superman vive en la Unión Soviética, donde parece haberse realizado el paraíso en la tierra, aunque su héroe no deje por un momento de dudarlo. Luthor en cambio vive en América, asediada por conflictos sociales que parecen no tener fin. El comportamiento de los protagonistas se contrapone al lugar que habitan, y de ahí que la idea de haber colocado a Superman en Rusia sea más que correcta. Este quiere que los hombres decidan como organizarse sin interferir más que en momentos de catástrofe. Luthor en cambio quiere que todo quede dispuesto según criterios racionales. Y es por ello que el conflicto se vuelve inevitable. Lex Luthor encarna el espíritu deicida del mundo contemporáneo. En contraste con ambos aparece Batman, la figura más llamativa del cómic, el superhéroe del que tan a menudo se dice que su único poder consiste en su riqueza y que aquí es un terrorista dispuesto a acabar con el orden social. En su ciudad de Gotham Batman es la encarnación del bien absoluto y su lucha se restringe a combatir la monstruosidad de algunos individuos que no dejan de señalar que él, en cuanto hombre, no deja de ser la otra cara de la moneda. Pero en cuanto este héroe humano debe convivir con alguien que posee poderes sobrehumanos, su existencia se vuelve absurda y termina encarnando el papel de sus antiguos antagonistas. Batman es un nihilista. Si los hombres son como figuritas de un juego de mesa (Superman) o engranajes de una megamáquina (Lex Luthor), la única respuesta que queda es la apología del desorden. La justicia y la injusticia no significan nada porque no tienen referentes reales. Desde el principio Batman aparece como el antagonista del régimen soviético, pero no lo es tanto por una cuestión de ideología como por un anhelo vital. Su odio se dirige contra las normas sociales, sean las de un sistema socialista o las de la sociedad burguesa. En esto se emparenta a villanos como el Joker, que no es sino el esperpento de la sociedad americana. Si Batman, en esta historia, es más consecuente, es porque el Joker se enfrenta a otro hombre, mientras que Batman se enfrenta a un semidiós, lo que hace que su empresa no tenga ninguna esperanza. Es consciente de que tarde o temprano sucumbirá ante su poder que, por añadidura, es el de toda una sociedad. Pero con su muerte dejará sentado que Superman y Luthor son el pasado y el futuro de una misma historia universal. Cuando este último adquiera la capacidad de dominar el mundo, Superman se retirará para siempre en su humilde disfraz de Clark Kent. La racionalidad por fin habrá triunfado y con ella el sueño socialista en el que los hombres no harán más que repetirse durante toda la eternidad.

Estrictamente, Batman es el único héroe del cómic, en cuanto simboliza la única posibilidad 
de acción en nuestro tiempo. No busca acabar con la injusticia ni con el desorden sino con la
propia razón. Es un residuo del sistema consciente de serlo.
El propio Superman, cuando el sol ya es tan grande que amenaza con destruir el sistema solar, engendrará a su hijo que no es sino él mismo, y le hará recorrer el espacio y el tiempo infinitos para que vuelva a repetirse la historia. Es por ello que Superman no es un héroe en sentido estricto, ya que no puede morir. Y por eso mismo no tiene estrictamente una historia que contar. Las únicas historias que aparecen en los tebeos son las de personas que ayuda y las de enemigos que doblega. Pero Kal-El no es más que una mitología. Si sucede que muere, siempre es para volver a nacer renovado y repetido como las obras de arte que salen de las grandes fábricas de nuestro mundo.

domingo, 20 de abril de 2014

Benedicto XVI, o la orfandad premeditada

Autor. Giorgio Agamben
Título. El misterio del mal
Editorial. Adriana Hidalgo
Año. 2014 (1ªed. 2013 en italiano)
Nº de páginas. 83
No es muy raro encontrar filósofos de renombre dedicándole una especial atención a determinados acontecimientos que al resto de mortales le resultan insignificantes. Y por ello, no pueden estos sino sorprenderse de que de un hecho menor como es la abdicación de un Papa en una época en la que la Iglesia tiene un papel bastante reducido, puedan extraerse pretextos para una reflexión cuyos resultados se anticipan como enormemente fructíferos. Si además el texto lleva por título “El misterio del mal”, resultaría de lo más natural que cualquiera se sintiese tentado a leerlo, aunque sólo sea para ver cómo el autor logra deshacer semejante entuerto. Y utilizo la palabra entuerto en sentido estricto, pues como veremos, el propio texto parte del mal, llámese a este pecado original o estado de excepción (los cuales sirven para hablar indistintamente de aquello que está torcido, tuerto, sea en el hombre o en sus leyes humanas). Mas creo que el autor silencia esta cuestión al presentar el texto como una reflexión (que se encuentra en la práctica totalidad de la obra de Agamben) sobre la legalidad y la legitimidad, un par de conceptos que si bien no son opuestos, son algo así como un matrimonio mal avenido; nunca están en perfecto equilibrio, y es en el vaivén por el cual se disputan el primer puesto que ambos términos adquieren su sentido propio. Sucede que algunas veces esta oscilación es tan fuerte que uno de ellos acaba por suplantar temporalmente al otro y, como ocurre en una carrera en la que sólo hay un competidor, la vara del mérito se pierde y con ella el sentido de la competición, lo que es lo mismo que decir, en palabras de Agamben, que “la maquinaria política comienza a girar en el vacío”. Pero decir que la política es una maquinaria es, a mi juicio, jugar con las palabras, y mucho que temo que gran parte de su obra se sustenta precisamente en mantener oculta la fórmula que hace aparecer a lo político dotado de una espontaneidad que, desde luego, no tiene (de ahí que su obra Homo Sacer, que alcanza ya más de cinco títulos publicados sea, en tanto genealogía de la biopolítica, propiamente interminable). En realidad basta un primer vistazo para comprender que esto sucede porque la legalidad y la legitimidad no son conceptos políticos, sino conceptos jurídicos. No se refieren a las acciones humanas ni a la justicia sino a la constitución de un orden y a su mantenimiento, lo cual, dicho sea de paso, nada tiene que ver con un pacto.

La filosofía muestra en las discusiones que siguieron al surgimiento del Cristianismo que la problemática del mal requiere una cierta autonomización de los términos “bien” y “mal” que, de ser referidos a algo y por tanto mantenerse en su función de adjetivos, pasan ahora a ser tomados en un sentido absoluto, sustantivo, lo que los vuelve ambiguos respecto a los objetos e indiscernibles respecto a ellos mismos. Esta ambigüedad es la que permitió que se hablara de un solo cuerpo que contiene los dos elementos. La doctrina católica, por poner el ejemplo del libro, distingue dos cuerpos en el seno de la Iglesia: el de los justos, que recibe su gloria directamente de Dios, y el cuerpo mortal, que pertenece por derecho al Anticristo. Si como antes hemos dicho, el bien y el mal en sentido absoluto son indistinguibles, también lo son estos dos cuerpos, que sólo quedarán divididos en el día del Juicio Final. Antes de la segunda venida, el mal aparece camuflado, y es por ello que San Pablo da un nombre a esta cuestión: mysterium iniquitatis, el misterio del mal.

La referencia al fin de la historia es lo que se considera en nuestros días como la principal aportación del pensamiento judío a la religión cristiana. Se dice que los judíos son los primeros que se sitúan a sí mismos como protagonistas de una historia universal. Por tanto, no sólo narran el pasado de su pueblo sino que éste les sirve para buscar signos que alumbren el futuro. Como estas ideas estaban extraídas directamente de la Biblia, los Cristianos tuvieron que dar cuenta de ellas al desarrollar su teoría política, lo cual no era un problema menor, pues el despliegue de la historia pone en cuestión la estabilidad del orden político (la caída del Imperio Romano fue estrictamente la primera experiencia humana de la fuerza de la historia, que es capaz de acabar con el más grandioso sistema político desarrollado hasta la fecha). Durante los primeros siglos de nuestra era los cristianos tuvieron que dar respuesta a la acuciante cuestión sobre la segunda venida del Mesías, que no dejaba de retrasarse. De ahí surgió la doctrina del katekhón. La palabra griega significa literalmente “aquello que retiene” y en este contexto preciso nos dirige al problema de ubicar qué es exactamente aquello que impide que se produzca la segunda venida, o sea, el Juicio Final de la historia (pues, de hecho, este no se produce). Surgieron dos frentes de discusión según el katekhón se situara en el Imperio Romano o en la Iglesia de Cristo. Y la polémica sigue manteniéndose vigente a día de hoy. Es de notar que cada uno de ellos incida en uno de los aspectos de la maquinaria política a la que antes nos referíamos; podríamos decir que la legalidad es de Roma como la legitimidad es de la Iglesia.

Bien habrá observado el lector que aunque este debate parezca un tanto anacrónico, nos lleva de cabeza a un problema crucial del presente, esto es, la pérdida de legitimidad del poder político, cuyas justificaciones emanan únicamente del aparato legalista formal. Y el último gesto público de Benedicto XVI habría tenido justamente la intención de señalar la decadencia de una Iglesia cuya situación es análoga a la de los Estados-Nación europeos, ya que, aun estando podrida de corrupción, sus normas siguen vigentes. Su abdicación es el cuestionamiento de la legitimidad de la institución. La única tarea posible frente al estado de cosas actual no sería la de seguir la senda de aquello que retiene la movilidad de la historia, sino más bien la de vivir el presente como si fuera el penúltimo día antes del fin de los tiempos, en el que, como dijera San Pablo, el cuerpo eclesial del Anticristo se separaría de aquel que pertenece a los justos.
 
De algún modo puedo coincidir con este diagnóstico: la abdicación de un padre implica que los hábitos formales dejan de tener un suelo sobre el que apoyarse aunque, en esta languidez, puedan seguir funcionando unos años más. Pero esto no da motivo para la esperanza y la única luz que nos llega del siglo que nos precede sólo sirve para provocar un descreimiento nefasto. La legitimidad, ciertamente, está puesta en cuestión, pero cuando haya por fin desaparecido se despertará en nosotros no la conciencia viva y despierta, sino nuestro anhelo biológico más profundo: la necesidad del soberano.

lunes, 10 de marzo de 2014

La justificación de nuestra existencia(2): capitalismo-socialismo

George Bernard Shaw, el que fuera premio Nobel de literatura del año 1925, pronunció en vísperas de la Segunda Guerra Mundial estas inquietantes palabras:
Autor. George Bernard Shaw
Título. Manual de socialismo y capitalismo
para mujeres inteligentes.

Editorial. RBA
Año. 2013 (1ª ed. 1928, en inglés)
Nº de páginas. 752

“Deben de conocer al menos a media docena de personas que no son de ninguna utilidad para este mundo, que son más problemáticos que útiles. Vayan y díganles: Señor o señora, ¿serían tan amables de justificar su existencia? Si no pueden justificar su existencia, si no cumplen con su parte, si no producen tanto como consumen o a ser posible más, entonces está claro que no podemos utilizar nuestra sociedad para mantenerlos vivos, porque su vida no nos beneficia y no puede serle de mucha utilidad a ellos tampoco”

Este tipo de frases, sin duda típicas del autor, son utilizadas innumerables veces con propósitos más ideológicos de lo que realmente son en sí mismas. La primera herencia, directa, que logro rastrear, se encuentra en las ideas de Herbert Spencer, un sociólogo inglés perteneciente a una corriente de pensamiento en boga a comienzos de siglo, que actualmente llamamos Darwinismo social. Pero a la luz de la obra de Shaw, se comprende que Spencer, si es que acaso fuera algo para él, sería sin duda un antagonista. Los textos de Spencer son grandes apologías del libre comercio que, al ser mediadas por la reflexión social, acaban por desembocar en un mecanismo sacrificial: aquellos que triunfan han de ser glorificados, los miserables que perezcan quizá no merezcan siquiera de ser enterrados. El capital no es más que aquello que nos muestra quiénes son los aptos y quiénes lo inútiles. El ateísmo liberal presta sus oídos a las palabras de Cristo añadiéndoles un acompañamiento de bombos y platillos: “al que todo lo tiene se le dará; mas al que no tiene, aún lo que tiene se le quitará”. 

Y es que en cuanto comienzan a justificarse, los epígonos de la alta burguesía hacen sonrojar. En sus palabras escuchamos apologías del libre comercio y de la acumulación siempre nuevamente ampliada del capital; pero en cuanto tratan de dar razones de su existencia acuden, como cortesanos que se hubieran equivocado de época histórica, a la riqueza suntuaria. El burgués mantiene esta forma anacrónica de relación social porque con ella cree disfrazar sus ansias de rapacidad, las cuales constituyen el único ideal que lo liga al mundo: el dinero como único indicio de la realidad. No comprende que aún en sus falsas apariencias sólo es capaz de levantar sospechas, mas nunca devoción.

El socialismo, ese prematuro movimiento que se desarrolla en paralelo a su no menos eterno rival, dio antes que este con el gran engranaje del pensamiento moderno, y que Bernard Shaw expresa de forma descarnada: la sociedad es la medida de lo humano, y ningún hombre posee dignidad alguna al margen de este organismo. Una vez asentado este principio, a nadie deberían escandalizar frases como la que inicia esta reseña. Pues si bien están escritas en un tono claramente satírico (en esto Shaw, nacido en Irlanda, nunca dejó de ser un inglés), no por ello dejan de enunciar una verdad inscrita desde hace siglos en nuestro cerebro. 

Este libro de Bernard Shaw, que difícilmente podría haberse publicado en un momento más propicio, tiene la virtud de estar escrito desde el sentido común (de ahí que esté dedicado a las “mujeres inteligentes”), aunque es dudoso si basta con este para superar el casi infinito cúmulo de supersticiones que alimentan y sostienen la doctrina económica. Sin duda que, por ejemplo, la meritocracia, es más un cliché que sirve para ocultar el poder establecido que una realidad, pero esto sólo quiere decir que es un efecto de superficie o, por decirlo metafóricamente, la punta del iceberg. Como buen socialista, Shaw invierte los términos del problema: La meritocracia es la mentira del capitalista, pero dice la verdad de los trabajadores. La primera parte de este enunciado [la formulación es mía] implica, una vez más, confundir al capitalista con un noble, cuya único mérito se sitúa en la sangre heredada. Pero, ¿acaso la única crítica que puede hacerse al capitalismo es la de haber mantenido un feudalismo encubierto? Si es así, no sólo Marx estaría equivocado, sino que el socialismo se resolvería en el hecho de sustituir unos viejos amos por otros nuevos (eso sí, mucho mejor preparados). Para resolver la cuestión hemos de prestar oídos a la segunda parte del enunciado, según la cual el mérito corresponde a los trabajadores, esto es, no a los hombres que trabajan por ser hombres sino justamente por trabajar, por su esfuerzo o, dicho más llanamente, por su dolor, su sufrimiento, por aquello que les resta tiempo de ocio y disfrute. En este punto nos separamos del mundo de los capitalistas y descendemos a los infiernos de la fábrica y la minería. Los socialistas, situados en una especie de interregno (la mayoría de sus intelectuales pertenecen a la clase media), otorgan a la explotación de los trabajadores un valor moral. Con ella construyen las baldosas de su ascenso social y del paraíso futuro. El socialismo como ideología, por mucho que se niegue, obtiene su estrategia del viejo cristianismo. El propio Shaw lo ve con nitidez: “el comunismo, que es la forma laica del catolicismo, y de hecho significa lo mismo, nunca ha carecido de capellanes” (1).

Pero si la esperanza brota del sufrimiento, la cuestión, personalmente, se me presenta clara. No tengo nada más que añadir a este respecto salvo una de las más simpáticas citas de la obra:

“Tenemos que confesarlo: la humanidad capitalista en general es detestable… tanto los ricos como los pobres son detestables de por sí. Por mi parte, detesto a los pobres y espero con ansiedad su exterminación. Los ricos me dan un poco de lástima, pero también me inclino por su exterminio. Las clases obreras, las clases de hombres de negocios, las clases profesionales, las clases dirigentes, son a cuál más odiosa: no tienen derecho a vivir. Me desesperaría si no supiera que un día morirán y que no hay necesidad de que sean reemplazadas por personas como ellas” (2).


Notas:

(1) Bernard Shaw, G., Manual de Capitalismo y Socialismo para mujeres inteligentes, Barcelona, RBA, 2012, p. 314.

(2) Íbid. p. 706.