Didaskalia: Benedicto XVI, o la orfandad premeditada

domingo, 20 de abril de 2014

Benedicto XVI, o la orfandad premeditada

Autor. Giorgio Agamben
Título. El misterio del mal
Editorial. Adriana Hidalgo
Año. 2014 (1ªed. 2013 en italiano)
Nº de páginas. 83
No es muy raro encontrar filósofos de renombre dedicándole una especial atención a determinados acontecimientos que al resto de mortales le resultan insignificantes. Y por ello, no pueden estos sino sorprenderse de que de un hecho menor como es la abdicación de un Papa en una época en la que la Iglesia tiene un papel bastante reducido, puedan extraerse pretextos para una reflexión cuyos resultados se anticipan como enormemente fructíferos. Si además el texto lleva por título “El misterio del mal”, resultaría de lo más natural que cualquiera se sintiese tentado a leerlo, aunque sólo sea para ver cómo el autor logra deshacer semejante entuerto. Y utilizo la palabra entuerto en sentido estricto, pues como veremos, el propio texto parte del mal, llámese a este pecado original o estado de excepción (los cuales sirven para hablar indistintamente de aquello que está torcido, tuerto, sea en el hombre o en sus leyes humanas). Mas creo que el autor silencia esta cuestión al presentar el texto como una reflexión (que se encuentra en la práctica totalidad de la obra de Agamben) sobre la legalidad y la legitimidad, un par de conceptos que si bien no son opuestos, son algo así como un matrimonio mal avenido; nunca están en perfecto equilibrio, y es en el vaivén por el cual se disputan el primer puesto que ambos términos adquieren su sentido propio. Sucede que algunas veces esta oscilación es tan fuerte que uno de ellos acaba por suplantar temporalmente al otro y, como ocurre en una carrera en la que sólo hay un competidor, la vara del mérito se pierde y con ella el sentido de la competición, lo que es lo mismo que decir, en palabras de Agamben, que “la maquinaria política comienza a girar en el vacío”. Pero decir que la política es una maquinaria es, a mi juicio, jugar con las palabras, y mucho que temo que gran parte de su obra se sustenta precisamente en mantener oculta la fórmula que hace aparecer a lo político dotado de una espontaneidad que, desde luego, no tiene (de ahí que su obra Homo Sacer, que alcanza ya más de cinco títulos publicados sea, en tanto genealogía de la biopolítica, propiamente interminable). En realidad basta un primer vistazo para comprender que esto sucede porque la legalidad y la legitimidad no son conceptos políticos, sino conceptos jurídicos. No se refieren a las acciones humanas ni a la justicia sino a la constitución de un orden y a su mantenimiento, lo cual, dicho sea de paso, nada tiene que ver con un pacto.

La filosofía muestra en las discusiones que siguieron al surgimiento del Cristianismo que la problemática del mal requiere una cierta autonomización de los términos “bien” y “mal” que, de ser referidos a algo y por tanto mantenerse en su función de adjetivos, pasan ahora a ser tomados en un sentido absoluto, sustantivo, lo que los vuelve ambiguos respecto a los objetos e indiscernibles respecto a ellos mismos. Esta ambigüedad es la que permitió que se hablara de un solo cuerpo que contiene los dos elementos. La doctrina católica, por poner el ejemplo del libro, distingue dos cuerpos en el seno de la Iglesia: el de los justos, que recibe su gloria directamente de Dios, y el cuerpo mortal, que pertenece por derecho al Anticristo. Si como antes hemos dicho, el bien y el mal en sentido absoluto son indistinguibles, también lo son estos dos cuerpos, que sólo quedarán divididos en el día del Juicio Final. Antes de la segunda venida, el mal aparece camuflado, y es por ello que San Pablo da un nombre a esta cuestión: mysterium iniquitatis, el misterio del mal.

La referencia al fin de la historia es lo que se considera en nuestros días como la principal aportación del pensamiento judío a la religión cristiana. Se dice que los judíos son los primeros que se sitúan a sí mismos como protagonistas de una historia universal. Por tanto, no sólo narran el pasado de su pueblo sino que éste les sirve para buscar signos que alumbren el futuro. Como estas ideas estaban extraídas directamente de la Biblia, los Cristianos tuvieron que dar cuenta de ellas al desarrollar su teoría política, lo cual no era un problema menor, pues el despliegue de la historia pone en cuestión la estabilidad del orden político (la caída del Imperio Romano fue estrictamente la primera experiencia humana de la fuerza de la historia, que es capaz de acabar con el más grandioso sistema político desarrollado hasta la fecha). Durante los primeros siglos de nuestra era los cristianos tuvieron que dar respuesta a la acuciante cuestión sobre la segunda venida del Mesías, que no dejaba de retrasarse. De ahí surgió la doctrina del katekhón. La palabra griega significa literalmente “aquello que retiene” y en este contexto preciso nos dirige al problema de ubicar qué es exactamente aquello que impide que se produzca la segunda venida, o sea, el Juicio Final de la historia (pues, de hecho, este no se produce). Surgieron dos frentes de discusión según el katekhón se situara en el Imperio Romano o en la Iglesia de Cristo. Y la polémica sigue manteniéndose vigente a día de hoy. Es de notar que cada uno de ellos incida en uno de los aspectos de la maquinaria política a la que antes nos referíamos; podríamos decir que la legalidad es de Roma como la legitimidad es de la Iglesia.

Bien habrá observado el lector que aunque este debate parezca un tanto anacrónico, nos lleva de cabeza a un problema crucial del presente, esto es, la pérdida de legitimidad del poder político, cuyas justificaciones emanan únicamente del aparato legalista formal. Y el último gesto público de Benedicto XVI habría tenido justamente la intención de señalar la decadencia de una Iglesia cuya situación es análoga a la de los Estados-Nación europeos, ya que, aun estando podrida de corrupción, sus normas siguen vigentes. Su abdicación es el cuestionamiento de la legitimidad de la institución. La única tarea posible frente al estado de cosas actual no sería la de seguir la senda de aquello que retiene la movilidad de la historia, sino más bien la de vivir el presente como si fuera el penúltimo día antes del fin de los tiempos, en el que, como dijera San Pablo, el cuerpo eclesial del Anticristo se separaría de aquel que pertenece a los justos.
 
De algún modo puedo coincidir con este diagnóstico: la abdicación de un padre implica que los hábitos formales dejan de tener un suelo sobre el que apoyarse aunque, en esta languidez, puedan seguir funcionando unos años más. Pero esto no da motivo para la esperanza y la única luz que nos llega del siglo que nos precede sólo sirve para provocar un descreimiento nefasto. La legitimidad, ciertamente, está puesta en cuestión, pero cuando haya por fin desaparecido se despertará en nosotros no la conciencia viva y despierta, sino nuestro anhelo biológico más profundo: la necesidad del soberano.

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