Autor. Giorgio Agamben Título. El misterio del mal Editorial. Adriana Hidalgo Año. 2014 (1ªed. 2013 en italiano) Nº de páginas. 83 |
La filosofía muestra en las discusiones que siguieron al surgimiento del Cristianismo que la problemática del mal requiere una cierta autonomización de los términos “bien” y “mal” que, de ser referidos a algo y por tanto mantenerse en su función de adjetivos, pasan ahora a ser tomados en un sentido absoluto, sustantivo, lo que los vuelve ambiguos respecto a los objetos e indiscernibles respecto a ellos mismos. Esta ambigüedad es la que permitió que se hablara de un solo cuerpo que contiene los dos elementos. La doctrina católica, por poner el ejemplo del libro, distingue dos cuerpos en el seno de la Iglesia: el de los justos, que recibe su gloria directamente de Dios, y el cuerpo mortal, que pertenece por derecho al Anticristo. Si como antes hemos dicho, el bien y el mal en sentido absoluto son indistinguibles, también lo son estos dos cuerpos, que sólo quedarán divididos en el día del Juicio Final. Antes de la segunda venida, el mal aparece camuflado, y es por ello que San Pablo da un nombre a esta cuestión: mysterium iniquitatis, el misterio del mal.
La referencia al fin de la historia es lo que se considera en nuestros días como la principal aportación del pensamiento judío a la religión cristiana. Se dice que los judíos son los primeros que se sitúan a sí mismos como protagonistas de una historia universal. Por tanto, no sólo narran el pasado de su pueblo sino que éste les sirve para buscar signos que alumbren el futuro. Como estas ideas estaban extraídas directamente de la Biblia, los Cristianos tuvieron que dar cuenta de ellas al desarrollar su teoría política, lo cual no era un problema menor, pues el despliegue de la historia pone en cuestión la estabilidad del orden político (la caída del Imperio Romano fue estrictamente la primera experiencia humana de la fuerza de la historia, que es capaz de acabar con el más grandioso sistema político desarrollado hasta la fecha). Durante los primeros siglos de nuestra era los cristianos tuvieron que dar respuesta a la acuciante cuestión sobre la segunda venida del Mesías, que no dejaba de retrasarse. De ahí surgió la doctrina del katekhón. La palabra griega significa literalmente “aquello que retiene” y en este contexto preciso nos dirige al problema de ubicar qué es exactamente aquello que impide que se produzca la segunda venida, o sea, el Juicio Final de la historia (pues, de hecho, este no se produce). Surgieron dos frentes de discusión según el katekhón se situara en el Imperio Romano o en la Iglesia de Cristo. Y la polémica sigue manteniéndose vigente a día de hoy. Es de notar que cada uno de ellos incida en uno de los aspectos de la maquinaria política a la que antes nos referíamos; podríamos decir que la legalidad es de Roma como la legitimidad es de la Iglesia.
Bien habrá observado el lector que aunque este debate parezca un tanto anacrónico, nos lleva de cabeza a un problema crucial del presente, esto es, la pérdida de legitimidad del poder político, cuyas justificaciones emanan únicamente del aparato legalista formal. Y el último gesto público de Benedicto XVI habría tenido justamente la intención de señalar la decadencia de una Iglesia cuya situación es análoga a la de los Estados-Nación europeos, ya que, aun estando podrida de corrupción, sus normas siguen vigentes. Su abdicación es el cuestionamiento de la legitimidad de la institución. La única tarea posible frente al estado de cosas actual no sería la de seguir la senda de aquello que retiene la movilidad de la historia, sino más bien la de vivir el presente como si fuera el penúltimo día antes del fin de los tiempos, en el que, como dijera San Pablo, el cuerpo eclesial del Anticristo se separaría de aquel que pertenece a los justos.
De algún modo puedo coincidir con este diagnóstico: la abdicación de un padre implica que los hábitos formales dejan de tener un suelo sobre el que apoyarse aunque, en esta languidez, puedan seguir funcionando unos años más. Pero esto no da motivo para la esperanza y la única luz que nos llega del siglo que nos precede sólo sirve para provocar un descreimiento nefasto. La legitimidad, ciertamente, está puesta en cuestión, pero cuando haya por fin desaparecido se despertará en nosotros no la conciencia viva y despierta, sino nuestro anhelo biológico más profundo: la necesidad del soberano.
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