Didaskalia: noviembre 2013

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Un sillón para el muerto

A la memoria de Doris Lessing.

Según se cuenta su nombre era Doris, a través del cual resuena un orden que alaba la simetría y la fortaleza de las obras artísticas. Es difícil para mí decirlo con certeza, al menos es así como creo la llamaban. Deduzco que de la voz de aquellos que menos la conocían también se podría escuchar el apelativo de Miss Lessing. Por medio de esa imprecisión natural del lenguaje humano que es la causa de toda su riqueza, cuando escucho su nombre, antes que el rostro de aquella dulce anciana, viene a mi cabeza la imagen de un sabio judío llamado Natán sentado sobre la cornisa del Partenón. Nada más lejos del mundo sobre el que ella escribió. Si en lugar de Doris hubiera sido Dorian, me acordaría de Oscar Wilde y por tanto estaría más cerca del lugar donde ella vivió. Pero no es así, y debemos quedarnos con Doris Lessing, un nombre al que muchos tildarían de falso; lo obtuvo en un momento muy concreto de su vida. Al nacer fue Doris May Tayler, cuando pasó por el altar cambió este apellido por el de su marido. Aunque pasados unos años llegaría a divorciarse, no renunció a la sonoridad de su nuevo nombre. La cuestión del lenguaje, que es también la cuestión de los géneros, siempre aparece atravesada por un halo de arbitrariedad. Como le sucede a la práctica totalidad de los humanos, ella nunca decidió el nombre que quería para sí misma, aunque parece que en el fondo le cogió gusto. Así es como se la emplaza a la luz, a mostrarse ante los demás, con un enunciado que se asemeja a un ritual de invocación. Si bien "es evidente que a la gente le gustan las etiquetas", un nombre nunca será una marca, por mucho que nuestra forma de pensar consienta en identificarlos. 

La literatura moderna siempre ha estado vinculada al ideal de universalidad. La diferencia entre la buena y la mala literatura no reside sólo en lo que se cuenta, sino en cómo los problemas más amplios son narrados desde la experiencia de lo concreto, pues sin ella todo se convierte en un mero artificio. Es por eso que la crítica ideológica yerra desde el comienzo. No escucha las palabras, sino que lee entre líneas. Atiende a la letra muerta, a las palabras ocultas; busca el panfleto bajo las metáforas. Pero aunque algunos sientan nostalgia por la conciencia de la clase y por un sistema que explique la lógica oculta bajo las acciones de los hombres, “la vida sigue su curso sin ellas y hasta contra ellas”. A pesar de ello, no creo que Doris Lessing haya logrado escapar tanto como ella pensaba de una ilusión muy propia de los escritores profesionales: la de creer que el mundo puede aprehenderse en una buena novela. Pero si no escapó a esta ilusión, al menos hizo de ella la clave de El cuaderno dorado, su obra más conocida. Anna Wulf, la protagonista cuyo nombre recuerda al de la mayor escritora inglesa del siglo XX, se encuentra obsesionada por dar una visión completa del mundo en el que vive, por convertir la mirada de un pequeño individuo en un perspectiva total, por llegar a fundir sus cuatro cuadernos en “un solo libro dorado de una pasión intelectual o moral tan fuerte que pueda crear un orden, una nueva manera de ver la vida". La imbricación entre vida y literatura es uno de los grandes problemas de la novela, que finaliza sellando su imposible unión.    

Por todo ello niego que esta obra o cualquier otra (como La buena terrorista, cuya temática ha sido puesta en relación con Eichmann en Jerusalén de Hannah Arendt) sirvan para dividir a la autora en dos mitades: una que se ensaña en la crítica social y otra que, vuelta de todo, se dedica a novelas de ciencia-ficción mediocres y a una autobiografía pasada por agua. Desde los años setenta, el movimiento que la propia Lessing denominó como “feminismo fundamentalista” ha estado en busca de representantes a lo largo y ancho del mundo sin ningún tipo de discriminación salvo el de ser mujer. Es por ello que no dejan de encontrarse con múltiples escollos, pues hay hombres muy militantes de su partido y mujeres que encuentran su tarea digna de toda la humanidad. Pues bien, en este caso particular creo que han dado con la horma de su zapato, no sólo porque Doris Lessing se ha opuesto públicamente a la idea de una “épica de la feminidad” (hace muy poco se ha hablado de “una realidad femenina”) que fue suscrita en el fallo del premio Nobel, sino también porque ha llegado a convertirse en una de las grandes autoras en la historia de la literatura inglesa, muy crítica con las condiciones sociales impuestas a la mujer, pero que jamás ha hecho de esta opresión un sistema filosófico. La realidad es que, más allá de lo que signifique el feminismo, el núcleo esencial del movimiento no proviene del mundo anglosajón sino de la academia francesa, que durante el siglo veinte fue muy permeable a la filosofía hegeliana y al psicoanálisis. Actualmente, y lo digo con bastantes reservas, creo que sólo en los Estados Unidos han llegado a introducirse algunas de estas teorías, que por otro lado son absolutamente ajenas a la tradición política de este país.

Ahora que de Doris Lessing sólo nos quedan sus escritos, llega el momento de la reconciliación. Creo que sus palabras bastarán para elaborar un juicio sobre su obra, que nos recuerda “nuestro deber de recordar incluso lo que está por suceder”. Aunque, por lo visto, algunos tienen ya preparado un sillón en su Academia al que de todas formas nunca terminarán por sentarla. Discutirán eternamente si merece ser considerada un referente para su séquito de ilustrados.

martes, 12 de noviembre de 2013

La razón incontinente

Autor. Immanuel Kant
Título. Crítica de la Razón Pura
Editorial. Taurus
Año. 2013 (1ª ed (A). 1781, 2ª ed. (B) 
1787 en alemán)
Nº de páginas. 688
Traductor. Pedro Ribas (revisada)
Hacer una breve reseña de una obra como La Crítica de la Razón Pura es, con seguridad, una tarea tan pretenciosa como inútil. Una exposición de su contenido resultará al lector versado en la materia una simpleza, a un lector profano un galimatías o, en el mejor de los casos, un ejercicio de pedantería. Por ese motivo, creo que habremos de contentarnos con un pequeño relato: 

Dos mil años antes de la publicación de la obra más importante de Immanuel Kant, un filósofo oriundo de Estagira se encontraba inmerso en una investigación que, por lo que sabemos, no llegó a concluir en vida. Esta investigación no formaba parte de un plan de estudios concreto. No había una ciencia para el objeto al que se dirigía, y tampoco había garantía alguna de poder llegar a establecerla. El fin de la investigación, así como el método a seguir eran, sencillamente, la búsqueda. ¿Qué ciencia era esa por la que había que dedicar toda una vida sin esperanza alguna de llegar a encontrarla? Su nombre no fue pronunciado hasta siglos más tarde, casi por casualidad. Pero lo cierto es que ese simple acto de nombrar bastó para hacer retumbar los cimientos de la tierra hasta el punto de hacerla intercambiar su posición con la esfera celeste. Los hombres asistieron al alumbramiento de “un nuevo cielo y una nueva tierra; porque la primera tierra y el primer cielo ya fueron” (Apocalipsis, 21, 1). Tras el gran vaivén, el hombre quedó situado entre ambos lugares, suspendido en un interregno sin gravedad y sin nada a lo que aferrarse. Así comienza esa historia interminable en la que dos principios se disputan la atención del ser humano. La palabra pronunciada, sin importancia aparente, se dice en griego meta ta physika, que significa ‘después del estudio de la naturaleza’, ‘más allá de aquel lugar donde brota el ser’. Metafísica es el conjunto de escritos que van después de los estudios físicos, dedicados al movimiento y al cambio de los seres mundanos. ¿Quiere esto decir que la metafísica estudia algo inmóvil, que no cambia y que es eterno? Algo de verdad hay en esta afirmación, que ha pasado por ser el lugar común desde el que se entiende este asunto, pero como suele pasar, no es ni mucho menos toda la verdad. La metafísica supone más bien un acto de fundación semejante al cercado de un terreno; establece sus confines y su centro alrededor del cual todo debe girar. Pero a diferencia de los templos y estatuas que levantan los hombres para no olvidar su visión cosmológica, el trono vacío de la metafísica se construye con ideas. Estas no reflejan la realidad sino que la sustituyen, por eso la metafísica tiene ansia de totalidad. Al no poseer nada más que un arsenal de palabras enquistadas, su empresa no tiene fin. El mundo es algo a superar porque siempre termina superándole a uno. 

La historia que nosotros conocemos, al menos la que se enseña en las escuelas, se inicia con la violenta disputa entre Dios y los hombres por el reino de la verdad. La filosofía de Kant supuso para algunos el gran y definitivo deicidio. Decía el poeta judío Heinrich Heine que “con su Crítica de la Razón Pura, Kant ha cortado la cabeza a Dios”, pero lo cierto es que su cuchilla estaba tan afilada que en su descenso también llegó a seccionar al hombre en dos mitades. Quien haya oído hablar de las otras dos críticas de Kant, entenderá que él mismo sufrió el dolor de esta herida. Al arrancar de raíz ese “más allá” de la metafísica, preparó al ser humano para abrir las puertas del averno. Kant buscó con gran insistencia nuevas cadenas con las que apuntalar ese lugar maldito: recogió el cadáver del gran padre y lo convirtió en un postulado de la moralidad, formuló un imperativo en el intento de garantizar la bondad humana y, en un último ensayo, trató de reunificar el mundo divino y el terrenal. La melancolía que le caracterizaba en su juventud volvió a surgir con toda su fuerza en la vejez. Todo su esfuerzo fue en balde. Quien lo dude que piense en los filósofos que le siguieron. 

Del hueco de la tierra salieron los enjambres de pequeños diablillos que antaño asustaban a hombres y mujeres en las largas noches de insomnio, y estos, con su mirada todavía elevada hacia el cielo, comenzaron a sentir un pequeño cosquilleo bajo los pies. ¿La causa?, aquello que en filosofía podría llamarse el grito de la materia.

domingo, 3 de noviembre de 2013

Las intermitencias de la vida

“Mientras hay vida hay esperanza” Teócrito, Idilio IV

Autor. Georges Didi-Huberman
Título. Supervivencia de las luciérnagas
Editorial. Abada
Año. 2012 (1ª ed. 2009, en francés)
Nº de paginas. 127
Traductor. Juan Calatrava
Pocas cosas son tan características de nuestro tiempo como la presencia simultánea en nuestra conciencia de una esperanza fanática con el más terrible de los fatalismos. Cada día se publican decenas de escritos dedicados a exponer las razones de cada una de las posiciones, y cualquier aportación sobre el momento presente es valorada sólo tras dejar claro su lugar en tan cruda polémica. Sin querer restarle interés a la obra del que puede decirse que es, actualmente, el más reconocido historiador del arte, hay que decir que este texto adolece del defecto de moverse sobre un terreno demasiado frecuentado; y de ser, lo que podría decirse, “una obra más”. Lo que lo hace atractivo es el pretexto que utiliza para su reflexión: unas cartas del cineasta Pier Paolo Pasolini acerca de la vida de las luciérnagas. 

El tránsito que va desde las cartas de la primera época hasta las de la última corresponde al declive de la inocencia en el mundo moderno. Esa inocencia que Pasolini reivindicó en su famosa Trilogía de la vida, y de la que abjuró en su última película, la insólitamente abyecta Saló, o los 120 días de Sodoma. No cabía perdón al uso frívolo que la sociedad de consumo hacía de las más antiguas costumbres humanas, a esa atención pseudo-emancipadora prestada a los relatos que brotan de la tradición popular. Frente a ello, sólo quedaba mostrarle a esa sociedad su verdadero rostro, que no es el de la simplicidad luminiscente que se muestra en esos primeros planos tan característicos del cine de Pasolini, sino que es el del mundo del marqués de Sade, el mundo de la violencia administrada, del poder sin rostro, del lenguaje humano convertido en fornicación; en suma, un mundo donde las imágenes sagradas se han convertido en signos vacíos, anulando el potencial de la experiencia y con ella, la del resto de nuestras facultades humanas.

Georges Didi-Huberman ahonda en el paralelismo entre el cine de Pasolini y el gran proyecto filosófico de otro escritor italiano: Giorgio Agamben. En una de sus últimas obras, titulada El Reino y la Gloria, Agamben realizaba el diagnóstico de la época presente a partir de la relación entre la ley y el espectáculo. El auge de los fascismos se había hecho posible tras la crisis de los Estados-Nación, en la exaltación de las masas y la aclamación de los grandes dictadores. Tras la gran guerra, el conflicto entre la máquina burocrática del reino y el espectáculo de la gloria había quedado solventado en la sociedad de consumo, donde toda imagen es susceptible de quedar subsumida en el gran flujo de las mercancías. Así las cosas, se trataría ahora de analizar hasta qué punto son ciertas estas tesis, y si no sirven más bien, al inmovilismo de toda conciencia crítica de la realidad.


El gran reto de la filosofía después del Holocausto (no es necesario entrar a aquí a señalar lo abyecto que tiene esta palabra) ha consistido en el intento de elaborar una ética donde aquello de lo que no se puede dar testimonio ya que está, por naturaleza, más allá de la capacidad humana de nombrar la realidad, tenga un lugar privilegiado. A este respecto, podemos citar como ejemplo la filosofía de Emmanuel Lévinas, que surge de la visión del rostro del otro. Estas filosofías parecen olvidar que el problema de la imagen no puede ser abordado sin ponerlo en relación con el problema del lenguaje. No puede haber reconciliación con lo real sin narración, de ahí que los supervivientes de los campos de exterminio tuviesen una cierta obsesión por contar lo sucedido. El gran trauma residía en que había algo de esa experiencia que parecía impedir su relato: el silencio parecía ser lo único que otorgaba dignidad a la experiencia, pero este mutismo, al motivar el olvido, también se volvía cómplice con lo ocurrido. Didi-Huberman encuentra en ese instante en que la experiencia se vuelve no-saber, la salida a la situación presente. En tanto que irrepresentables, estas imágenes fuerzan a la conciencia a imaginar otros mundos posibles no determinados por la teología del progreso. Estas pequeñas imágenes sobreviven a pesar de todo, como imágenes-luciérnaga, cuyo fulgor es perceptible aun bajo la luz cegadora del mundo actual; “imágenes para organizar nuestro pesimismo”.

Yo, personalmente, no puedo creer que una metafísica del accidente histórico nos haga salir de los enredos en los que la filosofía, por su propia esencia, se reproduce a sí misma. Pero sí creo que el camino de una reflexión como la actual es ineludible; más aún para la situación particular de nuestro país, donde el complejo que nos ha provocado el fascismo manifiesta sus síntomas cada día de nuestra vida.