Didaskalia: octubre 2013

miércoles, 23 de octubre de 2013

Escenas de la Flânerie


Autor. Charles Dickens
Título. Escenas de la vida de
Londres por "Boz".
Editorial. Abada
Año. 2012 (escritos entre 1833-1836)
Nº de páginas. 344
Antes de la representación, hay que preparar el escenario. Lo mismo ocurre a la hora de leer un buen libro. El ambiente de los salones, de los cafés literarios, de los grandes jardines, de las amplias alcobas con una pequeña biblioteca accesible a su dueño, funcionario, burgués, o hijo de una decadente aristocracia,… todo eso desapareció hace ya más de un siglo. Si Boz volviese para describir “escenas de la vida” en la gran ciudad, sin duda hablaría de las caras lánguidas de los viajeros de tren, de los ríos de gente que visitan las catedrales del consumo, de los turistas variopintos que deambulan por los alrededores de los museos. Pero estoy seguro de que, ante todo, hablaría de los espacios. Si George Cruikshank, el dibujante, estuviese todavía con él, pintaría lugares vacíos, y no creo que pasase más de un mes antes de ser despedido.

El escritor de nuestro tiempo no requiere ya del dibujo. Al enfrentarse con la futilidad de sus escenarios, prefiere meterse en la cabeza de los transeúntes y hablar desde dentro, donde cree estar a resguardo de la vacuidad. Que sólo la literatura infantil mantenga las ilustraciones nos muestra que a medida que somos más letrados, más deseamos que nos dejen la imaginación en paz. El ejemplo más claro lo encontramos a la salida de los cines, donde puede oírse a los espectadores reprochar en voz alta, “¡el libro era, sin duda, mucho mejor!”. El dibujo facilita demasiado las cosas y provoca la sensación de que se nos toma por tontos. La ilustración ilustra en las dos acepciones del verbo. Pretende enseñarnos algo, adoctrinarnos, poner límites a la representación. Es una afrenta a nuestra subjetividad. Así las cosas, el dibujo de los libros infantiles está lleno de dobles intenciones. De ese instinto pedagógico para el cual el relato sólo puede ser un obstáculo: “una imagen vale más que mil palabras”.

En el siglo XIX, por el contrario, los grandes escritores iban siempre acompañados de un ilustrador. Pensemos en las primeras ediciones de la Comedia Humana de Balzac, en Los Miserables de Victor Hugo, en las novelas de Dickens, en Goethe y su Wilhelm Meister. Esa época de grandes novelistas era también época de grandes dibujantes. En lo tocante a la literatura, podría llamárselo el siglo de la gran difusión. Con el auge de la prensa escrita, aparece para los novelistas la oportunidad de escribir su obra en folletines publicados semanalmente. El papel del dibujante adquiría importancia a la hora de atraer nuevos lectores. Uno de los ilustradores más reconocidos actualmente, Gustave Doré, pintó escenas de la Biblia, la Divina Comedia y el Quijote. Contaba ya con el magno ejemplo de William Blake, que escribía su obra en planchas de bronce. Y es que para todos ellos, los dibujos no suplían al texto, bien al contrario, lo complementaban. En su primera etapa como escritor, Dickens manifestó su pretensión de escribir a partir de estos, y sólo tras el impulso de la fama optó por llevar la delantera en cuanto a la invención. Aún así, esto no modifica en nada el carácter de estas novelas, cuya fuerza reside fundamentalmente en sus imágenes, sean estas evocadas o impresas. No es casual que Balzac dividiera su obra en “retratos” o que George Eliot escribiese unas “Escenas de la vida parroquial”. Algo se pierde de las novelas de Eugène Sue si retiramos los magníficos dibujos de Paul Gavarni. El esbozo costumbrista de los hombres y mujeres decimonónicos alude secretamente al proyecto de un diagrama del hombre moderno en el momento de su máximo esplendor, cuando conviven juntos el futuro incierto y un pasado cada día más cercano a la descomposición.

"Casa de empeños" 
George Cruikshank
Cuando los hombres de la multitud irrumpen en la historia anegando las calles de las grandes ciudades, surge la figura del paseante como aquel capaz de iluminar el sentido de los gestos cotidianos. Dickens, todavía bajo el seudónimo de Boz, describe esta situación magistralmente:

“¡Qué inagotable provisión para la especulación proporcionan las calles de Londres!... No sentimos la menor lástima por el hombre capaz de tomar su bastón y su sombrero y caminar desde Convent-Garden a la catedral de San Pablo y además volver sin derivar algún entretenimiento –casi diríamos enseñanza- de su paseo. Y sin embargo existen tales individuos; los encontramos todos los días.”

Bajo esta mirada aparece en escena el último conductor de cabriolé, gruñón y quisquilloso, que no dudará en propinar a su cliente una ridícula caída en caso de no obtener la retribución deseada. Todas estas formas rituales de trato con el prójimo empezarán a ser suplantadas por la facilidad del intercambio monetario. Debido a la demanda creciente de la clase media surgen las primeras empresas públicas de transporte con sus modernos omnibuses y sus respectivos revisores de billetes. Es en estos novedosos medios de transporte donde puede verse la mezcla más variopinta de costumbres y usos sociales, desde un viejo funcionario, una criada del hogar, hasta un joven bohemio aficionado a los teatros privados, donde a cambio de un módico precio se convierte por unas horas en el mismísimo Ricardo III. Todos estos personajes se reencuentran una vez al año en la alocada feria de Greenwich, “una fiebre de tres días que calma la sangre durante los seis meses posteriores”.

"Interior de un omnibus" 
Gustave Doré
Pero no todo son vagabundeos por las calles de Londres. La mirada inquisitiva de Boz penetra igualmente en los “pozos de aflicción y probreza” de las casas de empeño o los tribunales de justicia. Es en ellos donde se introduce la temática, característica de la época victoriana, de la desgracia social: la descripción de aquellos individuos marcados por el destino de su grupo, integrados en la sociedad como delincuentes de oficio, única forma que les queda de salir del abismo de la miseria celosamente ocultado por políticos y funcionarios del estado. Llama la atención que Cruikshank no realizara ilustraciones para tan tremendas escenas como la del joven carterista que improvisa su defensa ante el tribunal que inexorablemente le condenará a pasar una larga temporada en uno de esos correccionales dejados de la mano de Dios. A la última de las escenas del texto, dedicada a la prisión de New Gate, sólo le falta el “lasciate ogne speranza, voi ch'intrate” que, según relata Dante, se encuentra impreso ante las puertas del Infierno.

El texto que el año pasado reeditó la editorial Abada, en la edición magistral de Miguel Ángel Martínez-Cabeza que incorpora las ilustraciones de Cruikshank, pertenece a la ya mencionada primera etapa de Charles Dickens, aquella que precede a la escritura de sus grandes novelas. Bajo el seudónimo de "Boz", además de estas escenas, escribió una serie de cuentos, de descripciones de varios personajes de la vida londinense, y una serie de artículos bajo el título de Nuestra Parroquia.

jueves, 17 de octubre de 2013

Lo imaginario como institución social

Autor. Cornelius Castoriadis
Título.La institución imaginaria de la sociedad
Editorial. Tusquets (Fábula)
Año. 2013 (1ª ed. 1975 en francés)
Nº de páginas. 584
Cornelius Castoriadis es uno de esos pensadores más conocidos que reconocidos en el ámbito académico de nuestro país. Perteneciente al círculo de intelectuales franceses relacionados con mayo del 68, terminó sintiéndose más cercano a los grandes estudiosos de la Grecia antigua como Jean-Pierre Vernant o Pierre Vidal-Naquet, que a los representantes del llamado postestructuralismo como Foucault, Deleuze o Althusser. Sin ánimo de simplificar excesivamente las cosas, podría decirse que la filosofía francesa de la segunda mitad del siglo veinte creció tomando por sustento a la filosofía de Hegel, por un lado, y a la de Nietzsche, por el otro. Y, caso curioso, ninguna de estas vertientes llegó a polemizar excesivamente con la otra. Dentro de este marco, y sin negar la influencia de Lacan en sus primeros escritos, el pensamiento de Castoriadis era plenamente original.  

Su primera gran aparición está vinculada a la edición de una revista cuyo título se ha convertido en todo un clásico dentro del ámbito de la filosofía y las ciencias sociales. Editada por primera vez en 1948 junto a Claude Lefort, la revista Socialismo o barbarie significó la primera gran crítica del régimen soviético hecha desde la izquierda sin caer en la alternativa trotskista. El título de la famosa revista apuntaba directamente a una de las grandes ambigüedades en el seno del marxismo y, en tal sentido, era profundamente irónico. Su gran descubrimiento es que la práctica teórica del marxismo descansa siempre sobre una reserva mental. El concilio entre la necesidad histórica, propia de la dinámica del capitalismo, y la acción de las masas, contingente por su propia naturaleza, únicamente puede sostenerse sobre la idea de que si, finalmente, los obreros optaran por no levantarse, sólo quedaría por esperar la destrucción total de la humanidad. Lo cual es, precisamente, el límite jamás confesado de la filosofía de la historia. Tengo delante un breve apunte mío de hace ya algunos años que, si bien puede parecer un tanto simple, puede servir para aclarar esta cuestión:

“[Economía política] La superioridad de las teorías económicas frente a las políticas es incontestable. Reside en que aquéllas logran poner a la realidad misma contra la espada y la pared: o la teoría se cumple o la realidad muere“

La que se ha convertido en la obra principal de Castoriadis (si bien no creo que sea la más interesante), reeditada ahora por Tusquets en su muy asequible colección Fábula, consta de dos partes bien definidas: la primera de ellas dedicada a la crítica de la teoría marxista, y una segunda en la que presenta la reflexión sobre lo histórico-social y el estatuto de lo imaginario. 

El texto se plantea como una elucidación sobre la sociedad en su imbricación con la historia, sin la cual ninguna de las dos tendría nada que decir. Tan sólo porque hay proyectos que los hombres llevan a cabo es por lo que puede hablarse de instituciones sobre las que se cristalizan y sostienen en el tiempo. La práxis, que siempre tiene lugar en el tiempo, es estrictamente, un comienzo. Todo intento de introducir un esquema racional, sea el del cálculo de medios-fines o el de una motivación intrínseca que, al fin y al cabo es la otra cara de la misma moneda, no hace sino evadir la cuestión y, como toda concepción racionalista, “da por adelantado la solución de todos los problemas que plantea”. La acción es un hacer que toma “a los otros… como seres autónomos”, y por eso mismo, esta autonomía es tanto el medio como el fin hacia el que se dirige. A diferencia de lo que ocurre en las técnicas, en la práxis el fin y los medios no están separados. 

A la luz de lo dicho hasta ahora, quienes la conozcan podrían pensar en la obra de una autora mucho más reconocida actualmente como es Hannah Arendt. Pero creo que más allá de la simpatía que ambos mostraron por el sistema de consejos y algunos apuntes sueltos, no tienen nada que ver. Para hacer notar la diferencia, basta con leer el título del libro. A lo largo de su desarrollo, Castoriadis deja notar la profunda influencia del psicoanálisis que con el tiempo iría abandonando. Su examen de la alienación toma como modelo la práctica psicoanalítica, determinada por la sentencia “donde el Ello era, el Yo debe advenir”, y en el análisis de lo histórico-social aparecen los tres registros lacanianos: lo simbólico – lo imaginario – lo real. El desarrollo del sujeto tal y como lo concibe la teoría psicoanalítica sirve de analogía a la hora de plantear la problemática relación entre la sociedad y la historia. Y es que para Castoriadis, la naturaleza de la acción deriva del carácter espontáneo de la imaginación, que es una creación desde la nada. La importancia que reconoce al psicoanálisis es la de haber mostrado la autonomía de esta facultad respecto al puro lenguaje (la matemática) y la mera facticidad (la historia del sujeto). La relación simbólica únicamente requiere de dos componentes (el signo y la cosa), mientras que la imaginación supone la intromisión de un tercer factor: la representación que desplaza el sentido de uno de los signos de la relación. Si la sociedad es aquello que proporciona un marco simbólico coherente, la imaginación es lo que la desborda a la vez que la pone en movimiento. No estará desencaminado el lector que vea esta obra como el despliegue del más conocido de los lemas del sesentayocho: “la imaginación al poder”.